"La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos;... por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”. (Miguel de Cervantes).

La provincia imperial de Spania

Spania bizantina.
   

  Teudis, rey de los visigodos (531-548), era de origen ostrogodo y murió asesinado porque un personaje de su entorno se hizo el loco. Durante su aparente enajenación mental encontró la ocasión propicia para herirle fatalmente con un acero mortal1. En su agonía solicitó a los que habían acudido en su ayuda que fueran clementes con su asesino porque él mismo había matado a su rey, lo que le hacía ser un supuesto cómplice del enigmático asesinato de Amalarico (526-531). Su sucesor de leve reinado fue el duque ostrogodo Teudiselo, quien tras un año y siete meses, fue también asesinado por nobles visigodos, 549, probablemente comandados por su sucesor Agila, 549-555, visigodo y arriano, quien no consiguió controlar los territorios de la península, que seguían bajo el dominio de las aristocracias locales y los obispos, ambos de origen hispanorromano. Cuando la élite cordobesa, 550, se resistió a su dominio por agravios religiosos y con el deseo de permanecer autónomos al poder visigodo, el rey dirigió su ejército a Córdoba, cuyos seguidores vencieron, pereciendo el hijo del rey y perdiendo el tesoro real. Sin medios, Agila, se retiró a Mérida y los cordobeses no fueron dominados por los visigodos hasta el 572. Los contingentes visigodos en Hispania nunca pasaron de cien mil, residiendo en escaso número en la Península Ibérica antes del 507 d. C.

      El desastre de Córdoba minó las posibilidades de Agila y aumentó la de otros nobles visigodos. Uno de ellos, Atanagildo, se sublevó, pero no contó con el apoyo cordobés al ser un asunto interno visigodo. Como no tenía éxito en su rebelión, solicitó la ayuda del emperador bizantino Justiniano, que se encontraba en su época de mayor expansión territorial debido a las crisis dinásticas germanas y a los enfrentamientos con la población local que intentaban dominar. A cambio de la ayuda (522), ocuparon una franja costera como base de operaciones desde la que introducirse en Hispania. Los naturales de la zona tampoco se opusieron a esta dominación por las perspectivas económicas que ofrecía el rico mercado oriental2.

      Tras varias batallas, Justiniano arrebató a los visigodos un territorio que abarcaba Cartagena, Málaga y Córdoba. La provincia imperial de Spania quedó bajo el poder de Constantinopla por un período cercano a 70 años. Se desconoce si se controlaba desde el norte de África. Se ha descubierto durante el siglo XX algunas iglesias y monumentos bizantinos en la Península Ibérica y en las actuales Islas Baleares, de escasa importancia, y, según los historiadores bizantinos, expresión de una prolongación pobre de la política y el arte difundido en el África Septentrional. Durante este periodo el Mediterráneo occidental fue controlado por los romanos de Oriente con posesiones en zonas de la actual Túnez, Argelia, Sicilia, Cerdeña, Córcega y las citadas Baleares y Sudeste español. Fue un dominio efímero, sin suficientes tropas ni una intendencia adicional para controlar tan vastos territorios,  y porque estaban más pendientes de la presión persa en la parte oriental del imperio3.

      Cuando Atanagildo consiguió el poder tras la guerra con Agila, olvidó lo acordado y quiso expulsar a los bizantinos en varias ocasiones llegando al final a un tratado que no era muy favorable a los visigodos. La copia visigoda del tratado desapareció. Cincuenta años más tarde, en época del rey visigodo Recaredo, se intentó conocer el contenido de lo firmado utilizando la mediación del papa Gregorio Magno, pero le informó que la copia bizantina había perecido en un incendio y que las cláusulas eran desfavorables para los visigodos.

     Aunque Leovigildo (572-586) hizo grandes esfuerzos por consolidar y prestigiar el trono visigodo de Toledo, no consiguió expulsar a los bizantinos arrebatando únicamente algunas plazas, destacando la de Asidona (Medina Sidonia).

     Contra este rey se sublevó su hijo Hermenegildo en el 579 y solicitó la ayuda de los bizantinos, suevos y francos. Hermenegildo, que se convirtió de arriano en católico, no llegó a un acuerdo con su padre, que dirigió un ejército contra él en el 582. Aunque solicitó la ayuda bizantina, no la obtuvo porque el rey Leovigildo había conseguido su neutralidad con dinero. Hermenegildo buscó en la Spania bizantina refugio para su mujer e hijo. Poco después fue capturado tras la conquista de Córdoba (584).

      Aunque Recaredo fue el primer rey (586-601) visigodo católico tardó varios años en escribir al papa Gregorio Magno arguyendo ocupaciones propias de su reino pero ocultando que se sentía molesto por las buenas relaciones de San Gregorio con los bizantinos y contra los que estaba dirigiendo varias campañas en la época que Spania bizantina estaba al mando de Comenciolus, que se encargó de remozar las murallas de Cartagena como enviado del emperador Mauricio.

      A partir de Witerico se intensificó la ofensiva visigoda contra los bizantinos aprovechando los problemas que en la frontera oriental causaban los sasánidas durante la insurrección de Focas (601-610), lo que impedía enviar refuerzos al otro lado del mar. Tomó la ciudad de Segontia y capturó algunos soldados enemigos.

      Fue a partir de los reinados de Sisebuto y de Suintila cuando acabó el dominio bizantino en la Península Ibérica. El duque Suintila ayudó al rey Sisebuto en las campañas victoriosas contra los romanos orientales. Perdieron zonas rurales y alguna ciudad importante como Málaga. No supieron aprovechar los momentos de debilidad del imperio bizantino en su frontera oriental. Se cree que la paralización de las maniobras militares se produjeron por el carácter piadoso de Sisebuto que acordó un tratado de paz con el gobernador bizantino Cesáreo.

      Entre el 623-625, Suintila, sucesor de Sisebuto, consiguió la expulsión definitiva de los bizantinos cuando la provincia estaba abandonada a su suerte y defendida por pocos efectivos de alto rango, sufriendo la plaza de Cartagena una destrucción total.4

Imperio bizantino en época de Justiniano



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1CEBRIÁN, J. A.: La aventura de los godos. La esfera de los libros y Círculo de Lectores. Barcelona. 2002. Página 84

2SÁNCHEZ-MORENO, E. (coord): Protohistoria y Antigüedad de la Península Ibérica, vol II. La Iberia prerromana y la Romanidad. Silex. Madrid. 2008. Epígrafe II, 7, 3, 4.

3VASILIEV, A. A.: Historia del Imperio Bizantino. Tomo I. Editorial Iberia y www.imperiobizantino.com. Madrid. 2003. Páginas 114-115.

4SAYAS ABENGOECHEA, J. J.: Historia Antigua de España II. De la Antigüedad Tardía al ocaso visigodo. Uned. Madrid.2001. Páginas 219-251.

 

Te vi con tu vestido azul

 

      Te vi con tu vestido azul

      Te vi con tu vestido azul, entre la gente, flotando, sutil y alegre, sin poder adivinar si tu sonrisa era espejo que reflejara deseo, si tus labios eran carnosos, o se asemejaban a una sensualidad rotunda, o, por el contrario, eran finos, sin apenas comisura, de pequeña abertura, de escasa expresividad inicial.


      Puede que tuvieras hoyueloen tus mejillas, alineados bajos tus ojos, en tu mirada alegre, vivaz y algo coqueta. Unos hoyuelos armónicos en tu rostro no conocido, en una composición perfecta, en un mundo ideal. Pensé, soñé, cómo sería el más pequeño de tus besos, cómo un instante pegado en mi cara o en mis labios, desde un saludo a un beso de Iscariote, o cómo un pequeño mordisco no esperado, no cierto, no previsto. Lo deseé, lo pensé. Lo soñé.



      Y tu nariz, ¿Cómo sería tu nariz? No por nada especial, sencillamente... no la veía. Se adivinaba como un pequeño y puntiagudo apéndice respingado, con sus fosas agitadas por la respiración entrecortada, al compás de tu pecho, bombeadas por tu corazón. El aire que respirabas se despedía, ¡Oh, como lo sentía!, en efluvios perfumados que conseguían traspasar cualquier barrera. Me miraste, parecía que me decías algo. Entreví una atención y una solicitud de acercamiento, lento, aventado, decantado por una atracción natural.  Recordé que había leído en Los cuadernos de don Rigoberto1 de Mario Vargas Llosa que una mujer, Estrella, tenía una gran obsesión con la nariz y las orejas, en este caso como placer erótico o culinario, pero como una forma más de comunicación, de lenguaje, de sociabilidad. Como una particular finalización de cualquier relación humana.


      Me fui acercando lentamente, nervioso, desesperadamente e impacientemente curioso, adivinando qué podría haber bajo tu velo de mascarilla, pensando en el misterio de tus sentidos ocultos, sabiendo que ya no podía tocar las yemas de tus manos delicadas, adivinando cómo sería la cuarentena hasta que desnudáramos nuestras caras infelices, solamente guiado por nuestras miradas tristes en este mundo limitado, regulado y aminorado en nuestros acercamientos donde nuestra supervivencia ganaba a nuestros instintos que ya no eran naturales porque estaban subordinados a las convenciones morales que nos habíamos impuesto para no caer en la ponzoña del covid. Ponzoña que odiaba debido a que conseguía aflorar lo peor de mi mismo, y perder todo rastro de conducta cultural aprendida, domesticada.


      Tu mano delicada se acercó al pecho, cerca del corazón, mientras con la otra componías una grácil figura cerca de tu regazo. Me saludaste con el acompañamiento de una leve inclinación de cabeza. No hizo falta que comenzaras a hablar. Ya era feliz. La mascarilla, como un muro, había sido traspasada.

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1 VARGAS LLOSA, M.: Los cuadernos de don Rigoberto. Santillana. Madrid. 1997. 384 páginas.

Gerinaldo y la infanta al calor de la hoguera

    


  En las noches frías, junto a la hoguera, los más viejos del lugar relataban antiguas historias sobre olvidados romances que únicamente recordaban ellos y que alegraban jóvenes miradas y forjaban nuevos amores. Entre las llamas, el crepitar de sarmientos de vid y troncos de olivo, entre rizos de recuerdo y humo de pensamiento, contaban historias pasadas que trasmitían de unos a otros mientras las ascuas calentaban tasajos de carne que luego comían.

      Todos quedaban absortos con el enamoramiento de la infanta del paje del rey, de sus ardores y deseos, de cómo se insinuaba invitando al mozo a su jardín florido, a penetrar en su más bella flor, a la de fragancia más olorosa. El paje, el mejor servidor de su rey, no le creía, pensaba que era una chanza, una apuesta o simple burla, pero ella lo negó y afirmó el deseo de poseer el lindo cuerpo del servidor de su padre. El paje creyó a la dama y pidió lugar y momento donde yacer con tan bella flor.

      Cuando el señor rey duerma, contestó. A llegar la medianoche, presa de amor, ardía en prisas, brasas y apetitos. Más el paje llegó como el garañón a la yegua, deseando el momento, la vida y el amor. Ella se asusta un instante y él le calma con suaves y tiernas palabras. No es difícil presagiar lo que esa noche ocurrió pues las horas fueron minutos y los minutos segundos. Todo pasó en una noche, todo quedó recordado. El placer dominaba tanto a los amantes que durmieron más allá de lo debido. El rey se despierta, sobresaltado, pensando que algo de su reino ha perdido. Llama a su paje querido para que le traiga sus atalajes, sus más ricos vestidos. El paje no responde porque se encuentra consumido, transido y traspuesto de amor. Al no responder su paje, busca a su hija y la encuentra dormida, en el limbo del querer y acompañada del paje del rey preferido. En un arrebato inicial piensa matar a paje e hija, a los más queridos. A los dos cuidó de niños, uno para su más cercano servicio, otra como su hija querida. ¡No, no los puede matar! Son la razón de ser de su vida. Pero debe dejar una señal que marque el conocimiento del fin de la inocencia de su hija y la pérdida de confianza en su paje más querido. Saca su espada mortífera, que esta vez no mata pero avisa, y la deja entre medias de ambos amantes, antes de abandonar el lecho del fornicio. Cuando más tarde la dama despierta llena del amor conseguido, se estremece, coge frío al rozar la espada que su padre ha posado. Asustada despierta a su amante, y este, abrumado, quiere salir del palacio sin que el rey lo aprese o mate. La infanta le dice que, ya que ha entrado a su jardín, huyan con rosas y lirios y que los pesares que sufrieran, juntos los afrontarían. El rey encuentra a su paje más querido, al que había enseñado a estar a su servicio, en el que confiaba y que mal había servido. Le inquiere de dónde viene y él contesta de ver como ha florecido la rosa con más fragancia del jardín que su rostro ha trasfigurado por el amor conseguido. El rey enfurece con su servidor y el paje que todo le debe, arrepentido, ofrece su vida al rey, su señor, que siempre le había protegido. En estas disputas llega la infanta quien suplica al rey clemencia, por su amor, por su futuro marido, que no lo mate, que se lo dé por marido, y que, si lo mata, con ella deberá hacer lo mismo.


      Todos disfrutan sabiendo del final, conociendo que el amor triunfa, en ocasiones, frente al poder y que el poder, a veces, es clemente y querido.

      Cuentan algunos sabios que alguna vez han existido que es la historia del romance de Gerinaldo y la infanta1. Cuenta que algún sabio, que ha existido, que recuerda a los legendarios amores de Eginardo y Emma, consejero e hija de Carlomagno, rey de los francos.

      Cuentan los más viejos del lugar que, desaparecido el imperio romano de occidente y tras el declinar merovingio por las sucesivas herencias, el antiguo territorio de las Galias quedó dividido en cuatro grandes espacios: Austrasia, al Este, entre el Mosa y el Rin; Neustria, al Oeste, con gran presencia de latifundios entre el Escalda y el Loira, dominados por los francos; Aquitania, del Loira a los Pirineos; y Borgoña, en la zona central.

      Cuentan que las mujeres, mientras tomaban bebidas calientes junto a la hoguera, contaban que en cada territorio surgió la figura emergente del mayordomo de palacio como administrador de las posesiones reales, como cabeza de la nobleza local y encargados del más o menos rudimentario aparato administrativo. Y que, con el tiempo, controlaron un patrimonio agrario de grandes dimensiones donde ejercían de facto el poder e interpretaban las formas de relación entre rey y nobleza.

     Al calor de las llamas se contaba como uno de esos mayordomos, Pipino de Heristal, derrotó a sus contrincantes en Austrasia y Neustria, 687 d. C., intitulándose como príncipe de los francos. Como no tuvo herederos legítimos, le sucedió Carlos Martel, hijo bastardo, conocido por acudir en ayuda del duque Eudes para derrotar en Poitiers a los musulmanes que venían desde el sur, 723, lo que le reportó gran prestigio entre la cristiandad. A Carlos le sucedió su hijo Pipino el Breve, llamado así por su corta estatura.

      Pipino el Breve era un astuto político que, 751, cuando su política era contestada por algunos nobles favorables a la dinastía merovingia, dirigió una embajada al papa Zacarías con una pregunta ingenua pero muy intencionada: ¿Quién debería ser monarca, el que ejercía el poder de hecho, o el que lo ostentaba solo nominalmente? Zacarías, el Papa, respondió con más política que espiritualidad, o tal vez las dos cosas a la vez, que quien lo era de hecho tenía que serlo de derecho. Fue la puntilla para la dinastía merovongia y Pipino el Breve fue ungido con los santos oleos al estilo del Antiguo Testamento sellando de forma definitiva el pacto de los primeros carolingios con la Iglesia que se consideraba desde ese momento con poder de hacer y deshacer reyes, por 'la gracia de Dios'.

      La misma astucia tuvo el más destacado de los hijos de Pipino el Breve, Carlomagno, que era de gran envergadura, pasaba de 1'90 y poseía aspecto germánico. Se impuso a la viuda y a los hijos de su hermano Carloman, muerto en 771, que se refugiaron en la corte lombarda.

      Dentro de la expansión territorial del imperio carolingio no fue ajena la expansión musulmana que se produjo en tierras de España en el siglo VIII. Algunos señores de ascendencia hispana pero bajo la influencia mayor o menor del poder establecido en Córdoba quisieron obtener más independencia y pidieron ayuda al rey de los francos prometiendo que por su ayuda le entregarían Zaragoza y Barcelona. Carlomagno cruzó los Pirineos y llegó hasta Zaragoza donde su gobernador se arrepientió de lo prometido y no entregó la ciudad. Como todo imperio, otros asuntos le reclaman en otro territorio lejano y vuelve a través de Roncesvalles, 778, momento en que su retaguardia fue atacada por vascones2, pereciendo en la acción Roland, duque de Bretaña, asunto que inspiró la Chanson de Roland a finales del siglo XI, y el cantar de Roncesvalles3 (dizimelo don Oliueros, ¿do lo ire buscare?), en el siglo XIII, entre otras composiciones épicas y donde la recepción de romances a través de los tiempos y la memoria de los más viejos del lugar se produjo. Romances, cuentos y leyendas que entretuvieron las noches de los primeros fríos, y los primeros amores, junto a la lumbre y el calor de troncos y cepas de vides y olivos.



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1MENÉNDEZ PIDAL, R.: Flor nueva de romances viejos. Austral, Espasa Calpe. Madrid. 1978. Páginas 56-59.

2DONADO VARA, J. y ECHEVARRÍA ARSUAGA, A.: La Edad Media: siglos V-XII. Editorial universitaria Ramón Areces. Madrid. 2009. Páginas 130-139.

3ALVAR, M. : Épica Medieval. Orbis y editora Nacional. Barcelona. 1981. Edición y selección de Manuel Alvar. Páginas 13-17.

 

Evocaciones de los diseños dorados de Manuel Piña

            Museo Manuel Piña     En el Museo Manuel Piña ( @museosdemanzanares ) hay unos diseños de color amarillo, dorado y áureo, que re...