Cultura y sociedad

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Ernestina de Champourcín_1

 

Paulo para Cosmópolis, marzo 1930

     Es conocido el olvido y la soledad de muchas personas cuando el tiempo y el polvo cubren sus vidas. Durante la transición, Rosa Chacel tuvo que escribir guiones para la televisión. Gloria Fuertes, tras la fama televisiva de los años 70-80, ha sido olvidada para las generaciones del siglo XXI. Saqué de una biblioteca "Versos Incompletos" de Gloria Fuertes. Nadie, ni yo mismo, se había interesado en los últimos 25 años por leer este libro de poesía. Lo mismo ocurrió con Domenchina y Ernestina de Champourcín. Domenchina llegó a ser secretario de presidente Azaña durante la II República y los comienzos del exilio hasta la muerte de Manuel Azaña. Champourcín, en su viudedad y tras la vuelta definitiva, se quejaba en los últimos años de vida madrileña, en la transición y consolidación democrática, del olvido de la gente.

     Lorente y Neira en  "Doce escritores contemporáneos", al estudiar a Federico García Lorca y la generación del 27, señalan que no podemos seguir ignorando a las mujeres del 27: Concha Méndez, Ernestina de Champourcín, María Teresa León, Carmen Conde con las pintoras Maruja Mallo- su evolución se puede entrever en el Museo Reina Sofía-, Ángeles Santos o Remedios Varo, por ejemplo. Estaban situadas en el panorama poético y en la prensa escrita. Ocultas tras la guerra en que se defendió una mujer tradicional. Ellas, con su creación y sus acciones, habían defendido su dignidad y búsqueda de emancipación. Tal vez el precedente de la rehabilitación sea la elección de Carmen Conde como académica de la Lengua Española en 1978.

     Ernestina de Champourcín aparece en la segunda edición de la Antología de poetas españoles contemporáneos de Gerardo Diego. En 1934, únicamente dos mujeres se citan en la nómina de poetas seleccionados: Josefina de la Torre y Ernestina de Champourcín. Según Tania Balló, la aparición de Champourcín se debe a Juan Ramón Jiménez, con quien la poeta tenía amistad, y la aparición de Josefina de la Torre fue influida por Pedro Salinas. No aporta pruebas. Y no sabemos si Gerardo Diego aceptó las sugerencias sin criterio propio. Tampoco aparece en la lista de poetas Carmen Conde, pero sí la tenía en aprecio en los años cincuenta porque utiliza de consulta para documentarse sobre Gloria Fuertes la antología de poesía femenina española de la que fue primera mujer que ocupó una silla en la RAE. La inclusión en las listas muchas veces es producto de las circunstancias del momento, un mundo de hombres, donde pocas mujeres podían destacar, y donde no podemos juzgar desde hoy, en el primer cuarto de siglo XXI, las posibilidades de desarrollo de derechos de la mujer en el primer tercio del siglo XX, sin voto femenino hasta 1933 o con una realidad social que consideraba que las obras literarias de algunas mujeres solamente podían ser escritas por hombres.

      Ernestina trató de reivindicar los derechos femeninos, a no ser relegadas a las páginas de sociedad o femeninas en los periódicos. Participó en el Lyceum Club Femenino, que dirigió María de Maeztu. A Ernestina se le culpó de una polémica conferencia que dio Rafael Alberti en dicho club- Palomita y Galápago ¡No más artríticos!-, que relata el portuense en La arboleda perdida, y que Tania Balló recuerda también por medio de Carmen Baroja, miembro del Lyceum de una generación mayor que Champourcín y que da una idea negativa de Ernestina y Juan José Domenchina, quien fue su esposo. Alberti, al contrario, está agradecido a Ernestina por las declaraciones que aparecieron junto a las suyas en La Gaceta Literaria.

      Dentro de la lucha por los derechos femeninos estaba el ocupar puestos en el periodismo que salieran de las páginas femeninas o de sociedad. Es conocida la importancia que tuvieron como corresponsales de guerra Carmen de Burgos y Sofía Casanova. Aquí citaremos en este caso una reseña de Ernestina de Champourcín en las páginas de literatura de la revista Cosmópolis que fundó Enrique Meneses Puertas, padre del conocido fotoperiodista Enrique Meneses, y descendiente de los plateros Meneses.

     Escribía Champorucín sobre la literata francesa Marcelina Desbordes-Valmore. Esta poeta fue llamada por Lucien Descabes “Nuestra Señora del Llanto”, Verlaine le reservó un lugar entre sus “Poetas malditos”. Ernestina establece una conversación neorromántica con la poeta decimonónica porque Mujeres de ayer, de hoy, a través del tiempo y las costumbres, ¿no existirá un punto único, trascendental, cuya desnuda fuerza acerque nuestras manos?...

     La poeta francesa mostraba su extrañeza en la conversación atemporal con su colega española sobre el conocimiento de su obra en España. Asombro que se extendía a la buena biblioteca que nuestra poeta poseía. En el XIX no era posible. Se hizo literata gracias a las lágrimas que provocan- o provocaban- su sonrisa.

     La vida de una mujer francesa en la primera mitad del XIX no fue fácil. Su infancia no ayudó a su formación artística. Debutó en la adolescencia en los teatrillos de un puerto para recaudar dinero para viajar a Guadalupe con su madre, buscando la acogida de un pariente, quien había fallecido, como su madre también lo hizo allí. Volvió con lo justo a Francia, donde siguió trabajando como actriz y cantante. Relata sus amoríos con La Touche, variables y complicados. Él removió su alma cuando fue perdiendo su voz para dedicarse a la poesía. Ella solamente pudo amar una vez.

      Ernestina no comprende su segundo matrimonio. Nada le aportaba, no lo necesitaba: La mujer que no encuentra al compañero debe andar sola, confiando orgullosamente en sus propios recursos. La poeta francesa le dice que ella vivía un siglo antes, que su marido era bueno y lo quería. Pero que hoy se llama tontos a los buenos. Que su poesía revela los medios de la época, escasos, sin usar palabras lejanas a las conversaciones diarias. Las mujeres del siglo XX tienen mejores armas y la obligación de superarse, realizarse plenamente. Champourcín pone estas palabras suyas en la boca de la poeta francesa como un mandato inexcusable. 

           En el epistolario de Manuel Altolaguirre hay una carta coral con la que cerramos este primer capítulo de Ernestina. Una serie de intelectuales se encontraba en la costa malagueña, entre Málaga y Gibraltar, cuando escribieron a Ernestina de Champourcín y Juan José Domenchina. Los remitentes: Dámaso Alonso, Manuel Altolaguirre, Carlos Bousoño, Gerardo Diego, Antonio Oliver y Carlos Rodríguez-Spiteri. Junio de 1950. Unos están México, otros en España, tiempo de exilio. La distancia no impide el cariño y el recuerdo. Incluso la querencia casi paternal de Dámaso. 

     

Placa en calle Barquillo donde vivió Ernestina. Ayuntamiento de Madrid.


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     Bibliografía consultada:

     BALLÓ, T.: Las sinsombrero. Reseña 27-5-2025 Archivo Museo Sánchez Mejías. Espasa. Barcelona. 2016.

     Revista Cosmópolis, marzo de 1930, página 75-76.

     DIEGO, G.: Obras Completas, tomo VIII. Se ha referenciado dos artículos de Panorama Poético Español, ambos leídos en mayo-9 y 27- de 2025 en Archivo Museo Sánchez Mejías. El primer artículo sobre Gloria Fuertes y el segundo sobre Ernestina de Campourcín. Alfaguara. Madrid. 2000. Edición de José Luis Bernal.

     ALTOLAGUIRRE, M.: Epistolario. Residencia de Estudiantes. Madrid. 2005. Edición de James Valender. Reseña 3-11-2022 ISM.

      LORENTE, A. y NEIRA, J.: Doce escritores contemporáneos. UNED. Madrid. 2017-2021.

 ALBERTI, R.: La arboleda perdida. Círculo de Lectores. Barcelona. 1976. Páginas 259-262.

     28-05-2025 9:36       Actualizado 30-05-2025 18:40

Juan José Domenchina, el secretario de Azaña.

 


     En el momento de la derrota, ¿pensará alguien en mí? Cuando ya no sea nada, cuando no sea apreciado por ningún deseo, ¿pensará alguien en mí? Nadie, nada.

     Nada fui, nada duradero. Un seudónimo literario al que atribuir una biografía o estilo particular. Un pasar. Sí, un pasar. Como secretario del presidente, tal vez. Nada más. Un forastero en mi tierra, un melancólico exiliado en tierra ajena.

      Fue mi seudónimo Gerardo Rivera, aunque todos sabían que era Juan José Domenchina, secretario del presidente Azaña. Mi vida literaria siempre estuvo ligada a mi actividad pública.

     Recibía cartas con peticiones, alabanzas o ruegos donde todo se entremezclaba. Una vez, recibí una carta de Jorge Guillén, mayo de 1933, en la que, con el pretexto de hablar de publicaciones literarias, me daba recuerdos para don Manuel. No me apreciaban, me respetaban por el cargo que ostentaba. Por mi cercanía al poder:

     Mi querido amigo— de tantos años!… ¿Será posible evitar las erratas? ¡Me bastará con mis errores!… Muchos recuerdos— si se acuerda al presidente.[1] [2]

     Todos sabían que mi amistad con Don Manuel se había iniciado en 1923. Me hice asiduo a su tertulia del Café Regina, junto al Casino de Madrid, en Alcalá 19. Algunos conocidos decían que Azaña tenía un trato agradable, que no aburría, que se expresaba bien y que no sacaba el genio de forma habitual. Serio, algo distante, iba acompañado de Cipriano Rivas Cherif. Habitualmente les acompañaba, y compartía inquietudes intelectuales.[3] Desde 1931 me convertí en su secretario. 

     Como político tenía sus seguidores y detractores. En su momento fue la representación del poder. Y yo una de sus extensiones. Mis críticas literarias eran consideradas más desde mi puesto político que desde mi valía intelectual. Tuve esa impresión.

     Recibí otra carta de Guillén en julio de 1933, en la que, para manifestarme su queja ante la crítica que había hecho de Cántico, utilizaba un lenguaje ambiguo de amores y palos. Guillén intentaba justificarse con la búsqueda de la perfección y la senda que pensaba seguir, con la sugerencia suave de pedirme que le dijera dónde había fallado. No supe ver la belleza de Cántico. Me preguntaba, al final, sobre un gran escritor y eminente político del que hablaba en la crítica:

     — “El gran escritor y eminente político” es Azaña, ¿no es eso?

     ¿Quién si no él reúne esas dos personalidades?[4]

     Se despedía tan afectuosamente que parecía no tener conmigo más aprecio que las relaciones que pudiera conseguir por mis responsabilidades. ¿Sabía que yo me daba cuenta? No era querido. Era apreciado por el interés final, solamente.

     Los del 27 nunca me aceptaron plenamente. Incluso, cuando en 1934 Gerardo Diego me incluyó en su Antología, fui más epígono que miembro. Había criticado la inconsistencia lírica de la generación y me pasaron factura por mis palabras. Tampoco me encontraba muy cómodo con el surrealismo que envolvía al grupo, sin reconocer que estaba influenciado, como todos. Fui tachado de pedante, de utilizar demasiados cultismos[5]. No me sentía integrado.

     Tras la guerra, el exilio. Ernestina me acompañó. Más bien fui su acompañante, la parte del matrimonio que no se adaptó. Mi salud, quebradiza muchas veces, no había permitido que continuase de secretario del presidente, sin embargo, en enero de 1938, me incorporé de nuevo como secretario del Gabinete Diplomático de la Presidencia de la República hasta febrero de 1939. Acabada la guerra mantuvimos la relación por carta hasta su muerte (3-11-1940). Emocionalmente, me reconfortaban sus cartas porque no era tanto una correspondencia política, como una relación sobre afinidades intelectuales, y, por tanto, humanas.

     Siempre, tal vez insisto demasiado, me daba recomendaciones sobre algún viaje inconveniente, como el proyectado a París— 16 de febrero de 1939—, por las medidas de seguridad que era necesario tomar. Me dijo, además, que se había creado listas de exiliados para viajar a América y que existía un comité de auxilio a los escritores españoles.

     La desolación comenzó a embargarnos poco a poco debido a que algunos consideraban que Azaña había decepcionado. El presidente intentaba sobreponerse diciendo que eran cacareos. Que eran habladurías. Ya no se sentía obligado a orientar la opinión. En ese momento, 18 de marzo de 1939, ya había escrito La velada de Benicarló e intentaba publicarla. No quería polemizar, ni criticar. Ponía una información para conocer la verdad como él la entendía. Preparaba sus memorias políticas. Sentíamos el dolor de los amigos perdidos; y sentíamos el dolor de personas que ahora guardaban silencio por ser algo inesperado.

     Seguí recibiendo sus cartas cuando Ernestina y yo nos instalamos en México— fue gracias a Azaña—, mientras que él permaneció hasta fallecer en suelo francés.

     El 3 de septiembre de 1939 me escribió. Azaña se daba cuenta la falta de ayuda para su trabajo y que debía hacer todo lo que antes elaboraba con más personas. La guerra se había declarado dos días antes con la invasión y reparto de Polonia. Nadie pensaba que Francia iba a caer tan pronto. El presidente me decía que observaba muy buena moral en las tropas francesas, que esperaba que España no se implicase porque ya estaba muy mal para alimentarse y trabajar. Nosotros habíamos llegado a México y él debía sopesar un cambio de residencia.

     Hasta su muerte se fue convirtiendo en una especie de Cartero Mayor de la dispersión. Él se encontraba en Pyla sur Mer, Gironda. Desde Burdeos, residentes españoles en la zona intentaron visitarlo, pero lo desaconsejó por indiscreto; no quería revuelos. Liberado del poder, mantuvo su actividad intelectual contestando a todo tipo de críticas por su visión de lo ocurrido con la República y la Guerra[6].

     En el largo tiempo del exilio, años más tarde (30-12-1948)[7], pregunté a Vicente Aleixandre sobre la publicación en España de libros de autores de fuera de España. ¿La relajación de la censura era real o no? Aleixandre me dijo que era posible porque habían publicado obra de Alberti. No se prohibía por el nombre, pero se impedía la venta de algún libro que tratara un tema que afectara a la moral imperante, especialmente religiosa, como en el caso de un libro de Cernuda. Quería vender mi antología en España.

     España estaba, seguía en mi memoria. Me indicó que se sometía todos los libros a una censura general antes de publicarlos. Un poco de suerte, dijo.

     Intenté volver a España. Se lo manifesté a Gerardo Diego. La melancolía me embargaba. Solamente una renovada fe me permitía aguantar para seguir recordando mi tierra.

     Nunca lo conseguí. Siempre hacía planes que transmitía a los amigos en el lejano recuerdo. Como a Gerardo Diego, que conocía mi mala salud por Zenobia y Juan Ramón, aunque me seguía enviando ánimos para viajar y volver a vernos[8].

     Descansé, al final, en Ciudad de México el 27 de octubre de 1959.


 



[1] Carta de Jorge Guillén a Juan José Domenchina, 24 de mayo de 1933. Cartas a Juan José Domenchina. Edición de Amelia de Paz. Centro cultural de la generación del 27. Málaga. 1997. Domenchina ha sido estudiado y resaltado en los últimos decenios del siglo XX, especialmente la editora de este libro. Consultado 27-29 octubre 2022 en sala biblioteca Archivo museo Ignacio Sánchez Mejías. En adelante, Obra citada.

[2] Manuel Azaña fue un político y escritor, 1880-1940, que ocupó la presidencia del gobierno provisional y del consejo de ministros entre el 14-10-1931 y el 12-09-1933. Presidente de la República entre el 11-05-1936 y el 3-03-1939.

[3] MARTÍN OTÍN, J. A.: La desesperación del té (27 veces Pepín Bello). Editorial Pre-textos. Valencia. 2008.

[4] Carta de Jorge Guillén a Juan José Domenchina, 9 de julio de 1933. Obra citada.

[5] CALVO CARILLA, J. L.: El concepto español de la poesía de Juan José Domenchina. La razón es Aurora. Homenaje a Aurora Egido. Publicación 3537 de la institución Fernando el Católico de la Diputación de Zaragoza. Zaragoza. 2017.Páginas 503-519.

[6] HERMOSILLA ÁLVAREZ, M. A.: Cartas Inéditas de Manuel Azaña a Juan José Domenchina. Anuario de Estudios Filológicos. Vol. 5. 1982. Páginas 69-79.

[7] Carta de Vicente Aleixandre a Juan José Domenchina, 30-12-1948. Obra citada.

[8] Cartas de Gerardo Diego a Juan José Domenchina, 27-09-1950 y 12-07-1958. Obra citada.

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