No se sabe qué fue antes. Sí el gusto por la escenografía taurina que la Xirgu tenía, o la admiración que los "Gallos" tenían por la eximia actriz.
En la primavera de 1916 se encontraba en Sevilla actuando con su compañía cuando Margarita Xirgu recibió la visita de los hermanos Álvarez Quintero. Le ofrecieron una versión de la Marianela galdosiana que se estrenaría en otoño en el teatro de la Princesa madrileño.
Durante su estancia sevillana fue agasajada por Rafael y José Gómez, los Gallos, en su residencia de Pino Montano. Un año antes había conocido, según contaba la conocida actriz, a Ignacio Sánchez Mejías, que había contraído matrimonio con la hermana pequeña de estos toreros.
La afición teatral de los hermanos Gómez Ortega, la afición taurina de la Xirgu, nos muestra las interacciones que hace un siglo existían entre distintas aficiones, pasiones o artes. La famosa actriz sintió la muerte de Joselito en 1920. Pero su pasión por el mundo taurino y su componente escenográfico al aire libre perduró, como se muestra en la fotografía de 1946 con Juan Belmonte en una finca de Lima.
Como en los grandes enlaces entre farándula y tauromaquia, el 20 de febrero de 1911 se produjo el matrimonio
entre Rafael Gómez y Ortega y María Pastora Rojas y Montes. Para cualquier
paseante distraído nada hubiera llamado la atención a las siete de una inicial
noche de invierno, salvo que hubiera sabido que los contrayentes eran la famosa
bailaora Pastora Imperio y el torero Rafael Gómez, de la dinastía de los Gallos.
Los periodistas tuvieron problemas
para informar sobre el enlace. La iglesia de la ceremonia tenía tres entradas,
casi tantas como heridas tuvo el santo al que se tenía devoción en recinto
sagrado, Sebastián. Sacristanes y monaguillos juraban y perjuraban que allí no
había ceremonia a la que dar autorización ni pase. Nada presagiaba el rumor
insistente en la capital.
A las siete menos cuarto, o menos
diez, llegó un vehículo, lujoso, del que descendieron veloces los enamorados
novios. Eran la avanzadilla de otros coches con los padrinos, los testigos y demás íntimos allegados.
El redactor del prestigioso diario
monárquico conservador consiguió presenciar la ceremonia gracias a la amabilidad
de miembros de la cuadrilla del diestro. La foto, la única foto, era suya. La foto de Rivero.
La novia iba de negro elegante,
ajustado a su cintura, según las convenciones de la época; tocada con un velo
blanco, que portaba con gracia y distinción poco comunes. No es extraño que el
escritor americano Dos Passos, miembro de la generación perdida e
hispanista bienhallado, admirase a la genial bailaora cuando visitó España en
la segunda década del siglo XX, buscando el gesto (tal vez, el “geist”
alemán/inglés: espíritu) español en sus manos, como cuenta en “Rocinante vuelve
al camino”.
El novio llevaba un traje negro de
americana. Y lucían joyas caras y apropiadas. Cuando el cura llegó, confesaron.
La madrina, la madre de la novia. Por el novio, el padrino, Enrique Vargas, Minuto.
Los tres síes anteriores a la
imposición de los anillos fueron claramente pronunciados. La alegría del
momento no permitía distinguir la existencia de los problemas que surgen en la
vida. Los ritos mandan.
Los asistentes felicitaron a los
novios. Los testigos firmaron. A los casados se les deseó ventura infinita. No
hubo convite, todos se marcharon a casa. Los novios se casaban en Madrid, pero se dirigieron pronto a Sevilla.
Los ocho días de rumores sobre la
boda se habían convertido en noticia. El matrimonio duró poco. Tal vez los
celos, tal vez la idea de Rafael de retirar de los escenarios a Pastora, cuando
el arte de Pastora sólo lo jubilaría la muerte…
Ninguno de los contrayentes dijo
nada cuando su vida en común terminó. Todo acaba y todo empieza. Es la vida.