Cultura y sociedad

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El dolor del alma

    
      Tengo un dolor que surge de lo más profundo de mi ser, de mi interior, del abismo de mis entrañas, del fuego más helador de mi conciencia. Me duele el alma inexistente durante años, durante décadas.
      Tal vez estaba aislada en una parte minúscula de mi cabeza, tal vez en mi corazón. Tal vez en lo aprendido en mi cultura, tal vez en la memoria de mis mayores.
      Arde y quema como el hielo más acerbo, como el puñal más artero, como el cristal más afilado cuando rasga y descarna toda nuestra miseria y muestra que no somos nada, que nada valemos.
      Me duele el alma del ruido ensordecedor de panderetas, de medias tintas, de paños calientes, de tapar la sangre arrebatada con tiritas de trapo, de pensar que somos tontos y tratarnos como tales.
      Me duele el alma que creía insensible, que creía infundada, de asimilar los muertos como una simple estadística, como un fila de Excel, como un círculo de tiza, como una mentira vana, y reducirlo todo al ascenso de una curva o a una perorata laxa.
      Me duele el alma por los que nos abandona, a los que apenas puedo mostrar mi duelo ni sé su paradero, a quienes los trasladan y cuidaron, a mis semejantes.
      Me duele el alma tanto que no me deja pensar, que no me deja reír, que no me deja leer, que no me deja evadir mi cuerpo, que clava su dolor en mi corazón.
      Y busco la huida y busco el escape. De la realidad. Pensando en historias sencillas, en acciones pasajeras, en pensamientos fatuos, que, como mínimo, me hagan olvidar a los charlatanes y a los taciturnos.
      Mi alma implora, tal vez reza, que la cuenta pare, que calle el profeta de la curva y hablen los que curan y prediquen los que sanen.
      ¿Dónde están? Los necesito, los llamo, los reclamo desde una sala vacía, desde un hueco de mi vientre, desde lo más profundo de mi memoria como humano aislado, gimiente e insomne.
      Mi alma es un páramo doliente. Ya no hay nieblas, ya no hay sueños, ya no hay quimeras. Todo es triste, inhumano. Un solar desvencijado, una meseta yerma, un dolor de muchos años.
      Aquí estoy, nada celebro, solamente espero, solamente deseo, solamente algo: un resquicio, una salida, una llama iluminando la aurora, un calor en la alborada.
      Me duele el alma esperando. Me duele el mal paralizante, me duele esta ponzoña infrahumana que
destruye y me descarna.

El tormento, el éxtasis y la decadencia

    
      Había escrito unas letras sobre El tormento y el éxtasis1 (The agony and the ecstasy, 1965) de Carol Reed, que había visto otra vez con la pandemia actual, huyendo de la realidad, buscando en mi cultura europea y mediterránea un lugar ajeno a la pestilencia mortífera del virus que me impide comprender que la muerte de más de 1.300 sea presentada como la subida de una curva y no como la desgracia nacional que alguien, o algunos, deberán justificar donde corresponda.
      Entre tanto, no dejaba de recordar otra película, La gran belleza2 (La grande bellezza, 2013) de Paolo Sorrentino. Mientras escribía sobre el documental del inicio de la película sobre la vida de Migue Ángel, iba aderezando esa visión con el encuadre o contexto histórico del momento sobre los poderes políticos que luchaban en la Italia de comienzos del siglo XVI, los intentos de afianzar el carácter absoluto de las nuevas monarquías, de cuando el papado, aunque había perdido influencia política, se mantenía como árbitro de la política europea en muchos aspectos aunque se vislumbraba, por las críticas, la reforma en la distancia; enmarcaba el panorama con la intervención de las potencias europeas en Italia, en especial franceses y españoles. Y mi cabeza acababa, terminaba con el recuerdo de La gran belleza, y, su antecedente, La dolce vita3 (1960) de Federico Fellini.
      La película de Carol Reed recreaba el nacimiento y gestación de la cultura y el poder europeo moderno a través del arte con la ayuda de mecenas como los Médici y Julio II, que consiguieron concitar y descubrir a personalidades tan extraordinarias para nuestra civilización como Bramante, Miguel Ángel y Rafael Sanzio. Europa estaba en plena expansión en la era de los descubrimientos geográficos, los inicios de la revolución científica, la búsqueda de nuevos mercados comerciales, el desarrollo de los estados nacionales, y el gusto por la fama, el prestigio y la conquista.
      Pero yo me acordaba de las películas de Fellini y Sorrentino porque me trasladaban en qué estado se encontraba, de forma premonitoria, ese desarrollo cultural, económico, político y artístico de Europa tras cinco siglos de influencia. Y me dejaba el sabor amargo de la decadencia. La película de Sorrentino como la de Fellini profetizaban la pérdida de pujanza de lo europeo. Muy turístico, sí, y muy bello también. Sin embargo, decadente. Estamos viviendo de las rentas culturales tras siglos de pujanza.
      Tras la segunda guerra mundial, una Europa destruida intentó forjar un poder en el mundo mediante la creación de la Unión Europea superando los nacionalismos, consciente de su debilidad, orgullosa de su legado, y, obviamente, temerosa de la competencia.
      Creó un estado de bienestar envidiable con una zona de vida donde los servicios públicos atendían las necesidades de sus ciudadanos. Algo que era deseado por los países de otras geografías políticas del planeta. El tejido industrial y el poder mercantil se fue deslocalizando con el tiempo, traspasando su producción de forma mayoritaria a la cuenca oceánica del Pacífico y el Índico convirtiendo esta parte del mundo en el corazón de la economía, la ciencia y el progreso del mundo.
      Esta traslación geográfica del poder político había oscilado a lo largo de la historia desde el nacimiento de las civilizaciones orientales entre Mesopotamia y el Nilo, el mar Mediterráneo, después, y, a partir del siglo XVII, el Océano Atlántico.
      El poder de las naciones, el absolutismo, y el posterior auge de los Estados liberales había dotado a la vieja Europa de una influencia mundial que se quebró tras la aparición en el siglo XX de los Estados Unidos, Japón y la emergencia de China en sus últimos veinte años.   Algunos de estos países no tienen el bienestar social europeo, ni sus derechos políticos y sociales, ni el prestigio y fama de su cultura, pero han ido minorando el poder e influencia de una antigua forma de vida. La lucha por los avances científicos y técnicos, que, antes, monopolizaban los países de la Unión Europea, son compartidos, o poseídos, por otras zonas del mundo.
      El avance de los Estados Unidos fue asumido de manera más natural por la intervención salvadora en dos guerras fratricidas europeas, que adquirieron carácter mundial, porque los salvadores eran descendientes de los combatientes, que, en la segunda mitad del siglo XIX, se había desarrollado en la tierra conquistada por sus padres. Por el contrario, la competencia asiática les descolocó.
      Tenían una cultura milenaria que no era tan conocida ni tan vendida y prestigiada como la europea. No tenían los derechos políticos, sociales y económicos que habían pertrechado y fortalecido Europa durante los últimos doscientos años a través de la toma de conciencia de clase y el avance democrático. Pero ellos eran incansables, consistentes, comprometidos y adaptables. Su capacidad de trabajo, su avance científico, su capacidad de resiliencia, la admisión de sus posibilidades, y la emulación de todo lo que les rodeaba quebró el concepto de bienestar europeo a partir de la crisis financiera e inmobiliaria de 2007-2008, que ellos soportaron mejor.
      Ahora que estamos en medio la cuarentena de corona-virus, que solicitamos material de protección de China, o a sus empresas, que los países más afectados en la segunda quince de marzo de 2020 son las potencias culturales, políticas y económicas dominantes en los principios del siglo XVI (Italia, España y Francia), recuerdo de forma premonitoria el aire decadente de La dolce vita y La grande bellezza donde la despreocupación, lo superficial y lo evanescente emergía por todos lados en medio del recuerdo de lo conseguido por la civilización europea durante siglos o milenios.
      Cuando se produjo la epidemia de peste de mediados del siglo XIV, Boccaccio escribió El Decamerón4 donde relataba como unos jóvenes abandonaban la ciudad de Florencia y se reunían en una villa del campo huyendo de un virus mortífero del que se olvidaban con el deleite de cuentos agradables a los sentidos. Sé que lo primero, el desplazamiento, está prohibido porque los virus no conocen fronteras, pero lo segundo, leer o contar cuentos agradables a los sentidos, es un ejemplo de lo que brinda una cultura como la europea y sus creadores para evadirnos, de forma momentánea y eterna, de tanta muerte y desolación.
#Quédate en casa.
Colas para entrar en los Museos Vaticanos, fuente propia.
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Irene Polo, Hollywood en España, 1930

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