Cultura y sociedad

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La representación del roble

 

Roble. Public domain.

     Rossellini dirigió en 1959 El general della Rovere. El film está basado en un escrito homónimo de Indro Montanelli. Un estafador de poca monta es reclutado por los nazis para que espíe a los partisanos italianos con la intención de identificar a sus líderes. Tal interés toma que se trasmuta en uno de ellos, dando su vida en defensa de la resistencia. Un hombre desconocido, carente de ejemplaridad, quiere huir de las deudas de juego mediante la colaboración con un régimen dictatorial. Infiltrado en una cárcel para perseguidos políticos, ante la realidad de sus penalidades, decide defender una causa por la que es fusilado. Un impostor, en definitiva, del que se adueña su otro yo y defiende la causa que iba a delatar, asumiendo la dignidad del personaje. Rossellini juega con el zoom y sus posibilidades, como diría Román Gubern.



     Nos interesa en este punto asociar el apellido que toma el suplantador, della Rovere, del o de roble. Decimos que son como un roble las personas que son o parecen fuertes, recias y de gran resistencia. Es su apariencia, tal vez su obligación.

     Una de las familias del Renacimiento italiano que llegó a ocupar el Papado y algunos de los estados o dominios de su complicada política fue della Rovere. Julio II fue el pontífice que convivió con Miguel Ángel, Bramante y Rafael, luchó contra los Borgia para conseguir su trono, se apoyó en los franceses y colocó a su clientela en puestos de poder. Recordamos en este párrafo la película El tormento y el éxtasis de Carol Reed, 1965, que incluye en su inicio un documental sobre el arte de la Roma del Renacimiento.

     Uno de sus familiares, Francisco María I della Rovere, llegó a duque de Urbino al suceder a Guidobaldo I de Montefeltro en 1508. No tenía descendencia  y le adoptó por intercesión de su poderoso pariente papal. Francesco María era un condotiero. Un comandante o jefe de soldados, generalmente mercenarios, que sirvió a la Iglesia, la República de Venecia, el ducado florentino y, también, al emperador Carlos V.

     Desde joven se le representó vinculado a su linaje, su destino y preparación. Se atribuye a Giorgione, 1502, un retrato adolescente de medio cuerpo en el que acaricia un casco maravillosamente pintado con los efectos de la luz que hace brillar el metal. Brillo que resalta la decoración de hojas de roble. El adolescente nos mira. Parece decir: Soy della Rovere.

Atribuido a Giorgione. Wikipedia

     Dos años antes de su muerte, en 1536, fue retratado por Tiziano. Representa un hombre maduro, cansado, ojos hundidos y aspecto grave. Demacrado. Lleno de la responsabilidad del poder. Con armadura. La educación adecuada a un militar experto en armas de defensa y ataque con conocimientos en el mundo antiguo.

     Aparecen representadas, a diferencia del cuadro adolescente, las tres cuartas partes del cuerpo, con brillo en la armadura que le cubre hasta el cuello, con bastón de mando en la mano derecha que apoya en la cadera, en el momento que sirve a Venecia, visto desde abajo hacia arriba, delante de un armario cubierto con una tela rojo bermellón. Y sobre ese armario, su casco o cimera militar con los signos identificativos de la familia Rovere y los bastones de mando conseguidos en la batalla. Toda la imagen de un guerrero con poder. Todo representado como si fuese real.

Francesco María della Rovere. Tiziano. Wikipedia

     Francesco María della Rovere falleció a los 48 años, 1538, probablemente envenenado por su barbero, Pier Antonio de Sermide, que pudo ser instigado por el duque de Castel Goffredo y su cuñado Cesare Fregoso. Estos últimos fueron exonerados.

 

 


El tormento, el éxtasis y la decadencia

    
      Había escrito unas letras sobre El tormento y el éxtasis1 (The agony and the ecstasy, 1965) de Carol Reed, que había visto otra vez con la pandemia actual, huyendo de la realidad, buscando en mi cultura europea y mediterránea un lugar ajeno a la pestilencia mortífera del virus que me impide comprender que la muerte de más de 1.300 sea presentada como la subida de una curva y no como la desgracia nacional que alguien, o algunos, deberán justificar donde corresponda.
      Entre tanto, no dejaba de recordar otra película, La gran belleza2 (La grande bellezza, 2013) de Paolo Sorrentino. Mientras escribía sobre el documental del inicio de la película sobre la vida de Migue Ángel, iba aderezando esa visión con el encuadre o contexto histórico del momento sobre los poderes políticos que luchaban en la Italia de comienzos del siglo XVI, los intentos de afianzar el carácter absoluto de las nuevas monarquías, de cuando el papado, aunque había perdido influencia política, se mantenía como árbitro de la política europea en muchos aspectos aunque se vislumbraba, por las críticas, la reforma en la distancia; enmarcaba el panorama con la intervención de las potencias europeas en Italia, en especial franceses y españoles. Y mi cabeza acababa, terminaba con el recuerdo de La gran belleza, y, su antecedente, La dolce vita3 (1960) de Federico Fellini.
      La película de Carol Reed recreaba el nacimiento y gestación de la cultura y el poder europeo moderno a través del arte con la ayuda de mecenas como los Médici y Julio II, que consiguieron concitar y descubrir a personalidades tan extraordinarias para nuestra civilización como Bramante, Miguel Ángel y Rafael Sanzio. Europa estaba en plena expansión en la era de los descubrimientos geográficos, los inicios de la revolución científica, la búsqueda de nuevos mercados comerciales, el desarrollo de los estados nacionales, y el gusto por la fama, el prestigio y la conquista.
      Pero yo me acordaba de las películas de Fellini y Sorrentino porque me trasladaban en qué estado se encontraba, de forma premonitoria, ese desarrollo cultural, económico, político y artístico de Europa tras cinco siglos de influencia. Y me dejaba el sabor amargo de la decadencia. La película de Sorrentino como la de Fellini profetizaban la pérdida de pujanza de lo europeo. Muy turístico, sí, y muy bello también. Sin embargo, decadente. Estamos viviendo de las rentas culturales tras siglos de pujanza.
      Tras la segunda guerra mundial, una Europa destruida intentó forjar un poder en el mundo mediante la creación de la Unión Europea superando los nacionalismos, consciente de su debilidad, orgullosa de su legado, y, obviamente, temerosa de la competencia.
      Creó un estado de bienestar envidiable con una zona de vida donde los servicios públicos atendían las necesidades de sus ciudadanos. Algo que era deseado por los países de otras geografías políticas del planeta. El tejido industrial y el poder mercantil se fue deslocalizando con el tiempo, traspasando su producción de forma mayoritaria a la cuenca oceánica del Pacífico y el Índico convirtiendo esta parte del mundo en el corazón de la economía, la ciencia y el progreso del mundo.
      Esta traslación geográfica del poder político había oscilado a lo largo de la historia desde el nacimiento de las civilizaciones orientales entre Mesopotamia y el Nilo, el mar Mediterráneo, después, y, a partir del siglo XVII, el Océano Atlántico.
      El poder de las naciones, el absolutismo, y el posterior auge de los Estados liberales había dotado a la vieja Europa de una influencia mundial que se quebró tras la aparición en el siglo XX de los Estados Unidos, Japón y la emergencia de China en sus últimos veinte años.   Algunos de estos países no tienen el bienestar social europeo, ni sus derechos políticos y sociales, ni el prestigio y fama de su cultura, pero han ido minorando el poder e influencia de una antigua forma de vida. La lucha por los avances científicos y técnicos, que, antes, monopolizaban los países de la Unión Europea, son compartidos, o poseídos, por otras zonas del mundo.
      El avance de los Estados Unidos fue asumido de manera más natural por la intervención salvadora en dos guerras fratricidas europeas, que adquirieron carácter mundial, porque los salvadores eran descendientes de los combatientes, que, en la segunda mitad del siglo XIX, se había desarrollado en la tierra conquistada por sus padres. Por el contrario, la competencia asiática les descolocó.
      Tenían una cultura milenaria que no era tan conocida ni tan vendida y prestigiada como la europea. No tenían los derechos políticos, sociales y económicos que habían pertrechado y fortalecido Europa durante los últimos doscientos años a través de la toma de conciencia de clase y el avance democrático. Pero ellos eran incansables, consistentes, comprometidos y adaptables. Su capacidad de trabajo, su avance científico, su capacidad de resiliencia, la admisión de sus posibilidades, y la emulación de todo lo que les rodeaba quebró el concepto de bienestar europeo a partir de la crisis financiera e inmobiliaria de 2007-2008, que ellos soportaron mejor.
      Ahora que estamos en medio la cuarentena de corona-virus, que solicitamos material de protección de China, o a sus empresas, que los países más afectados en la segunda quince de marzo de 2020 son las potencias culturales, políticas y económicas dominantes en los principios del siglo XVI (Italia, España y Francia), recuerdo de forma premonitoria el aire decadente de La dolce vita y La grande bellezza donde la despreocupación, lo superficial y lo evanescente emergía por todos lados en medio del recuerdo de lo conseguido por la civilización europea durante siglos o milenios.
      Cuando se produjo la epidemia de peste de mediados del siglo XIV, Boccaccio escribió El Decamerón4 donde relataba como unos jóvenes abandonaban la ciudad de Florencia y se reunían en una villa del campo huyendo de un virus mortífero del que se olvidaban con el deleite de cuentos agradables a los sentidos. Sé que lo primero, el desplazamiento, está prohibido porque los virus no conocen fronteras, pero lo segundo, leer o contar cuentos agradables a los sentidos, es un ejemplo de lo que brinda una cultura como la europea y sus creadores para evadirnos, de forma momentánea y eterna, de tanta muerte y desolación.
#Quédate en casa.
Colas para entrar en los Museos Vaticanos, fuente propia.
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