Cultura y sociedad

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Un olor a miel y canela



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     Nada es lo que parece. Una montaña puede estar detrás de un grano de arena; el eclipse, en un día de sol, y, el minuto de violencia, tras un día placentero.  
     No suelo utilizar la rima. 
     Pido disculpas. 

        Un olor a miel y canela

Un olor a miel y canela, el aire que mece una vela,


el candor de tu mirada, una espera deseada,


un hálito de vida, un pálpito, una corazonada.


Soñar con despertar en tu vientre, con tus piernas entrelazadas,


viendo el horizonte en tus ojos, el rubí en tus labios rojos.


Fue un amor idealizado, olvidado, ya odiado,


que se muda pesadilla, un proyecto (in)acabado,


un dolor por la distancia, unas lágrimas desbordadas,


una ira acrecentada, una copa desbordada,


una esperanza perdida, una pérdida ignorada.


Un naufragio insondable, un encuentro indeseado,


una violencia buscada, una sangre derramada.


                     En caso de conocer un caso de violencia contra la mujer,
              llame al 016. 
                     No queda señal de la llamada.


Por agitar una tela

    

     016 es el teléfono de atención a las víctimas de violencia de género. No se rastrea. El 112 es el teléfono de emergencias. Ayude a las víctimas.
     El 4 de octubre escribir una entrada en mi blog criticando la violencia de género de baja intensidad. El empleo de engaños para arruinar la vida de las personas que se encuentran física y mentalmente en debilidad. Cómo mudaba la piel de serpiente[i].
     Perplejo. Sí, perplejo. Sorprendido. En España la ley 1/2004, de 28 de diciembre, de medidas de protección integral contra la violencia de género, aprobada por unanimidad[ii], decía en su exposición de motivos: “La violencia de género no es un problema que afecte al ámbito privado. Al contrario, se manifiesta como el símbolo más brutal de la desigualdad existente en nuestra sociedad. Se trata de una violencia que se dirige sobre las mujeres por el hecho mismo de serlo, por ser consideradas, por sus agresores, carentes de los derechos mínimos de libertad, respeto y capacidad de decisión.”
     Ayer, 14-10-20129, una mujer agitaba una tela de color rojo y amarillo[iii]. Un hombre se acercó a ella. Le quitó el paño. Cuando ella quiso recupera el lienzo, él le golpeó en la cara de forma brutal y cayó en el suelo. Un golpe animal, feroz, inhumano.
    Dicen que son dos nacionalistas. Ella, del nacionalismo de extrema derecha de Vox. Él, del nacionalismo extremista o separatista catalán. No comparto, no entiendo la apelación a los sentimientos primarios de cada uno. Siempre he creído que las normas de un Estado deben racionalizar todas las formas de pensar en la armonización que produce la consecución de la convivencia. Que la convivencia, la igualdad y la tolerancia se ejercitan gracias a la aprobación de leyes por mayorías amplías, aunque sé que es complicado convencer a todos todo el tiempo.
    No comparto, no entiendo la apelación a los instintos y el destierro de la razón en la convivencia política. No comparto, no entiendo las proposiciones fáciles a problemas complicados. Pero soy incapaz de prohibir la forma de pensar de nadie mientras no atenten con hechos las normas que mayoritariamente hemos elegido.   
     Llevamos un año con muertes y violencia contra la mujer de forma latente, a veces con sordina. Ni la forma de vestir, ni la forma de pensar puede dar permiso a golpear y maltratar a una mujer.
     No entiendo los remilgos de ayer. No comparto, no entiendo, siento compasión por la falta de sensibilidad hacia los que no comparten, piensan y actúan de otra manera.

La piel de serpiente

    

    016 es el teléfono de atención a las víctimas de violencia de género. No se rastrea. El 112 es el teléfono de emergencias. Ayude a las víctimas.

     Poco jugo sacaron de sus palabras tras el último interrogatorio. Estaba claro. La jugada nunca podía salir bien. Se habían juntado los negocios con las falsas apariencias. Y la violencia. Una violencia disimulada, silenciosa, exquisita. Con sordina. Doblegando la voluntad, la capacidad de reacción.
     Él decía, se repetía: Se me ha ido de las manos. Seguía mintiendo tras la detención. Con una habilidad refinada. Sin embargo, había pensado llegar hasta las últimas consecuencias. Con las dos. Incluso matarlas, una vez sacado el beneficio.
     Le decía: Te quiero, pero, obvio, nada sentía. En su forma de pensar, ellas, eran su propiedad, una finca más que conseguir. Si, las dos. Tenía una amoralidad sibilina, de modales educados, con escasa empatía emocional y social.
     Nada nuevo. Otro que creía que tenía un juro o derecho sobre lo que quería. Así la trataba, así las cuidaba. Su aspecto era taimado, su mirada atrayente. Su forma de hablar era una música envolvente. Un canto de sirena, un Orfeo reencarnado.
     Había intentado revestir todo de un bello jaez. Ninguna situación era inicialmente previsible. El manejo de los sentimientos había sido un factor de conjunción entre ellos, pero el mantenimiento del antojo, verdadero o, seguramente, falso, creaba un objeto desestabilizante que podía llevar o reconducir sus deseos a un final ajeno al planteamiento ejecutado. Era él o nadie. A ella le llamaba, tiernamente, “encanto”.
     Nunca, jamás utilizó otros artificios. Nunca, jamás pensó que tendría coraje para la cobardía final, pero estaba allí, presente, si era necesario.
     Como un antiguo juglar medieval, la engatusó con sus cantos, poemas y medias verdades, lisonjeó su vanidad y su belleza, real, pero hasta un extremo que, cualquiera que no fuese ella, apreciaría que un enjuague, que un engaño, en marcha, estaba presente.  
     Permanecían juntos como gemelos como pareja. Todo lo compartían. Hasta el exceso, con la misma pinta, con la misma jeta. Con un plan definido. Regurgitaba sentimientos, como una bola, impresentables, pues quería, deseaba y podía dominar su personalidad para después sustraer todas sus propiedades. Esos modales educados, ese desprendimiento excesivo era de una violencia moral inusitada porque anulaba su personalidad y limitaba su raciocinio. Mucho humo de adormidera, mucha paja ardiendo de olores embriagadores, invisibles pero reales. No daba lugar a un quejido, no daba lugar a unas lágrimas con las que enjugar con un pañuelo. Anulada, encogida, sin voz, por un amor que ella profesaba, por una dominación que él ejercía.
     Su familia, sus amigos le aconsejaron, le advirtieron. Unos, sobre su amistad, sobre su relación. Era poco recomendable. Otros, sobre su actitud pasiva ante el ejercicio posesivo. Se lo dijeron. Lo negaba. 
     De forma gradual perdía su voluntad.  Ella nada creía. A nadie prestaba atención. Únicamente él ejercía atención y dominio sobre ella. Colmaba sus ojos, sus atenciones, de forma plena. Cada capricho, cada júbilo, cada placer. No dejaba que otra persona se acercara a ella más de un tiempo limitado. Un control obsesivo le iba rodeando, como un fortín, como un extraño cobijo. Como un horno.   
     Un día, una jornada cualquiera, quiso salir. No importaba dónde. Ni tenía que manifestar por qué. Cuando iba a salir, él pretextó varias razones para estar con ella o, en su caso, hacer las gestiones que tuviera que hacer como un favor, como un detalle. Además, ¿qué necesidad tenía ella de preocuparse? Ya estaba él. Ella no precisaba salir.
    ¿A quién tienes que ver? ¿Con quién hablaba? ¿Quiénes eran sus amigas? Le decía.
    Él iba a donde quería. Se reunía con sus amigos, entablaba amistades con los amigos de ella. La disculpaba cuando no le acompañaba. Argüía que no salía porque no se encontraba bien. Eso argumentaba. Por el contrario, él podía llegar a cualquier hora. Comido, bebido, deseoso, sin avisar. Sin problema, sin decir nada. La poseía.
     Cuando tuvieron su hija, él no estaba. Tras el parto, apareció muy contento con unas copas de más. Le regaló unas flores y una pulsera. Le besó con agrado. Con ese agrado oloroso, espirituoso, de ginebra. Feliz. La dejó sola con la niña. Se fue a dormir su exceso. Mientras se adormecía se dijo, mala suerte, una niña, en medio de un eructo alcohólico.
     Ella con la felicidad del parto de su hija, ocupada en las necesidades de su criatura, la que había concebido con él, no tardó en olvidar su ausencia.
    Como estaba ocupada con el cuidado de su hija, fue delegando la administración de sus propiedades en él. Le dio un poder para actuar ante bancos y administraciones. No podía seguir el control de todo. Ya se ocupaba él.
     Cuando cumplió su hija un año organizaron una fiesta con muchos juegos. Encargaron una tarta de fresa y nata con una vela naranja y unos globos de colores. Invitaron a tíos y primos, a sus abuelos, y alguna amiga de ella. Se adornó toda la casa con guirnaldas y bombillas.
     La fiesta empezó a las siete. Todos llegaron menos él. Pasó una hora y otra. No llegó ni esa noche ni ninguna. No se volvió a ocupar de ella. Nunca más, ni de su hija. No se hizo responsable. Nada ni nadie le importaba.
     Ella, días más tarde, se enteró que todas sus propiedades estaban hipotecadas. Sus cuentas sin liquidez, vacías, despejadas de todo lo que poseía. Presentó una denuncia.
     Tiempo después fue detenido. Manifestó que no había hecho nada. Dijo que la familia de ella le había expulsado. Se declaró insolvente. Nada estaba a su nombre, nada había dejado, aunque seguía impecable, moreno, encantador, con sangre fría.
     En el juicio alegó mala gestión, gastos inesperados, falta de ayuda tanto de ella como de sus familiares. Que nunca le habían querido. Que él se había sacrificado.
     Las investigaciones policiales no dieron su fruto. Nada estaba a su nombre. Durante el juicio no se pudo demostrar mala atención a su familia. Nada les había faltado. Nada les quedaba ya.
     Había seguido con la misma jerarquía de placeres en su vida. Fue condenado por mala gestión y abandono del hogar. Penas no graves. No se pudo demostrar más.
    La serpiente siguió reptando durante más años. Mudó la piel, cambió de lugar. Siguió con los engaños. Más viejo, más huraño.
    Un día salió a comer. Fue todo muy rápido. Le pidieron fuego. No fumaba. Le pidieron algo de dinero. Y los despreció. Mira en tus bolsillos. Déjame tranquilo, dijo, mientras desplazaba a uno de ellos con su blanca mano. Otro lo empujó contra la pared, y cayó al suelo tras un golpe seco en la cabeza. Lo patearon. Le reventaron el cráneo. Lo desangraron.
    Cuando las asistencias llegaron, ya era demasiado tarde, hubiera sido un milagro. Nunca se supo que le habían robado porque nada tenía y nada le dejaron. Nada se esperaba. Sólo una piel. La piel de una serpiente. Reptando.

Bodas de sangre

                       NOVIO ¿Quieres algo?                              MADRE Hijo, el almuerzo                               NOVIO Déjalo....