Carmen y Lola eran obra de Gerardo. Carmen tenía una presencia bella, esbelta, tal vez desdeñosa. Representaba una mujer española sencilla que portaba en su mano flores o poesías. Era, sería, una revista chica de poesía española.
Lola, al contrario de la cantábrica Carmen, era seguntina, menor y más directa en sus argumentos. Decía lo que callaba Carmen. Era amiga y suplemento. Lola nos contaba, nos contó, la dichosa coronación de Dámaso en Sevilla a finales de 1927, recordando a don Luis en su tercer centenario.
La brillante pléyade de poetas que acudió a Sevilla invitados al y por el Ateneo coronó en la Real Venta de Antequera a un nuevo diestro de las letras que había triunfado en la capital como discípulo de Menéndez Pidal en el Centro de Estudios Históricos.
El Sol había definido a los viajeros y poetas como “literatos madrileños de vanguardia”, tres adjetivos complementarios y puede que contradictorios.
Bergamín, Chabás, Guillén, Diego, Alonso, García Lorca y Alberti sonaban inicialmente a jugadores del nuevo deporte de moda, el "football", que practicaban hombres en pantalones hasta la rodilla con olor a linimento mentolado.
Tras los problemas del traslado a la sevillana capital de la poesía, estos amigos dedicaron dos noches a un grupo de amigos de Hispalis donde triunfó Alonso y donde se quedó sin voz, o sin palabras, Bergamín. Tal fue el éxito de Dámaso que bellas ninfas del Bétis salieron del río para felicitarle mientras hablaba y cuando cogía respiro llenando o rellenando con un poco de agua el vaso que más cerca tenía. Alonso, ante el elogio, sonrió.
Chabás siguió, prosiguió, con su prosodia levantina; Diego hizo defensa de la poesía acordando pergeñar, crear, a Carmen. Lorca y Alberti representaron un trozo de las Soledades gongorinas.
Siguió la lectura de poemas propios, y ajenos, de Guillén, Diego, Lorca y Alberti, donde mayor entusiasmo mostró Lorca, tras leer sus romances. Entusiasmo que provocó el desvestido de Adriano del Valle, puede que en un arrebato.
Hubo, después, una exposición íntima de mapas astronómicos de la poesía. Lorca, protagonista, se asignó la estrella más luminosa acompañada de una cantidad irreal de satélites. Se cantó las ruinas de Nínive, el recuerdo de Babilonia, la memoria de Cartago. Hubo una noche surrealista en manicomios e islas adyacentes. Y, como colofón, una travesía en barco por el Betis.
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Todos recordaron la fiesta en la Real Venta de Antequera. En medio o durante la comida aparecieron miembros del Ateneo, de la revista Mediodía y de la Universidad de Apolo; todos en una comisión. Pronunciaron un emocionante y razonado discurso.
Al concluir se depositó sobre las sienes de Dámaso Alonso, ruborizado, una corona de laurel que Ignacio Sánchez Mejías había cortado de un árbol cercano con la experiencia de quien ha recortado muchas cosas en varias vidas. Era un triunfo imperial. Sobrio y solemne.
Finalizada la ceremonia, el rector de la Universidad de Apolo, Max Jacob Antúnez, disertó sobre el cante jondo de forma tan sencilla y brillante que se podía resumir en pocas palabras: dos y dos son cuatro.
‘Lola’, de Sigüenza, contó un nuevo universo.
'Carmen', de Gijón. BNE.
Para saber más:
Gerardo Diego establece el canon de los poetas. En cierto modo es un notario de la pléyade de poetas. La lectura de sus Obras Completas es una labor clarificadora. He consultado las de Alfaguara en el Archivo Museo Ignacio Sánchez Mejías. Las revistas ‘Carmen’ y ‘Lola’ he podido consultarlas en la Biblioteca. Nacional.
Amoros cuenta los hechos de Sevilla en Ignacio Sánchez Mejías, el hombre de la edad de Plata, ahora en una edición de bolsillo de Almuzara.
La Real Academia de la lengua española tiene depositado el legado de Dámaso Alonso. Fue director durante catorce años. Y su labor como filólogo, además de su obra literaria, fue inmensa.
En el momento de la
derrota, ¿pensará alguien en mí? Cuando ya no sea nada, cuando no sea apreciado por
ningún deseo, ¿pensará alguien en mí?
Nadie, nada.
Nada fui, nada duradero. Un seudónimo
literario al que atribuir una biografía o estilo particular. Un pasar. Sí, un
pasar. Como secretario del presidente, tal vez. Nada más. Un forastero en mi tierra, un
melancólico exiliado en tierra ajena.
Fue mi seudónimo Gerardo Rivera, aunque todos sabían que era Juan José Domenchina, secretario del presidente Azaña. Mi vida literaria siempre estuvo ligada a mi actividad pública.
Recibía cartas con peticiones, alabanzas o ruegos donde todo se entremezclaba. Una vez, recibí una carta de Jorge Guillén, mayo de 1933, en la que, con el
pretexto de hablar de publicaciones literarias, me daba recuerdos para don Manuel. No me
apreciaban, me respetaban por el cargo que ostentaba. Por mi cercanía al
poder:
—Mi querido amigo— de tantos años!…
¿Será posible evitar las erratas? ¡Me bastará con mis errores!… Muchos
recuerdos— si se acuerda al presidente.[1][2]
Todos sabían que mi amistad con Don Manuel
se había iniciado en 1923. Me hice asiduo a su tertulia del Café Regina, junto al
Casino de Madrid, en Alcalá 19. Algunos conocidos decían que Azaña tenía un
trato agradable, que no aburría, que se expresaba bien y que no sacaba el genio de forma
habitual. Serio, algo distante, iba acompañado de Cipriano Rivas Cherif.
Habitualmente les acompañaba, y compartía inquietudes intelectuales.[3]Desde 1931 me convertí en su secretario.
Como político tenía sus seguidores y detractores.
En su momento fue la representación del poder. Y yo una de sus extensiones. Mis
críticas literarias eran consideradas más desde mi puesto político que desde mi
valía intelectual. Tuve esa impresión.
Recibí otra carta de Guillén en julio de 1933, en la que,
para manifestarme su queja ante la crítica que había hecho de Cántico, utilizaba
un lenguaje ambiguo de amores y palos. Guillén intentaba justificarse con la
búsqueda de la perfección y la senda que pensaba seguir, con la sugerencia suave
de pedirme que le dijera dónde había fallado. No supe ver la belleza de Cántico. Me preguntaba, al final, sobre un gran escritor
y eminente político del que hablaba en la crítica:
— “El gran escritor y eminente
político” es Azaña, ¿no es eso?
Se despedía tan afectuosamente que parecía
no tener conmigo más aprecio que las relaciones que pudiera conseguir por mis
responsabilidades. ¿Sabía que yo me daba cuenta? No era querido. Era apreciado
por el interés final, solamente.
Los del 27 nunca me aceptaron plenamente.
Incluso, cuando en 1934 Gerardo Diego me incluyó en su Antología, fui
más epígono que miembro. Había criticado la inconsistencia lírica de la
generación y me pasaron factura por mis palabras. Tampoco me encontraba muy
cómodo con el surrealismo que envolvía al grupo, sin reconocer que estaba influenciado, como todos. Fui tachado de pedante, de
utilizar demasiados cultismos[5]. No me sentía integrado.
Tras la guerra, el exilio. Ernestina me
acompañó. Más bien fui su acompañante, la parte del matrimonio que no se adaptó. Mi salud, quebradiza muchas veces, no había
permitido que continuase de secretario del presidente, sin
embargo, en enero de 1938, me incorporé de nuevo como secretario del Gabinete
Diplomático de la Presidencia de la República hasta febrero de 1939. Acabada la
guerra mantuvimos la relación por carta hasta su muerte (3-11-1940). Emocionalmente, me reconfortaban sus cartas porque no era tanto una
correspondencia política, como una relación sobre afinidades intelectuales,
y, por tanto, humanas.
Siempre, tal vez insisto demasiado, me daba recomendaciones sobre algún viaje inconveniente, como el proyectado
a París— 16 de febrero de 1939—, por las medidas de seguridad que era necesario tomar. Me dijo, además, que se había creado listas de exiliados para viajar a América y que existía un comité de auxilio a los escritores españoles.
La desolación comenzó a
embargarnos poco a poco debido a que algunos consideraban que Azaña había decepcionado. El
presidente intentaba sobreponerse diciendo que eran cacareos. Que eran
habladurías. Ya no se sentía obligado a orientar la opinión. En ese
momento, 18 de marzo de 1939, ya había escrito La velada de Benicarló e intentaba publicarla. No quería polemizar, ni criticar.
Ponía una información para conocer la verdad como él la entendía. Preparaba sus memorias
políticas. Sentíamos el dolor de los amigos perdidos; y sentíamos el dolor de
personas que ahora guardaban silencio por ser algo inesperado.
Seguí recibiendo sus cartas cuando
Ernestina y yo nos instalamos en México— fue gracias a Azaña—, mientras que él permaneció hasta fallecer en suelo francés.
El 3 de septiembre de 1939 me escribió. Azaña se daba
cuenta la falta de ayuda para su trabajo y que debía hacer todo lo que antes elaboraba con
más personas. La guerra se había declarado dos días antes con la invasión y
reparto de Polonia. Nadie pensaba que Francia iba a caer tan pronto. El
presidente me decía que observaba muy buena moral en las tropas francesas, que
esperaba que España no se implicase porque ya estaba muy mal para alimentarse y
trabajar. Nosotros habíamos llegado a México y él debía sopesar un cambio de
residencia.
Hasta su muerte se fue convirtiendo en una
especie de Cartero Mayor de la dispersión. Él se encontraba en Pyla sur Mer,
Gironda. Desde Burdeos,
residentes españoles en la zona intentaron visitarlo, pero lo desaconsejó por
indiscreto; no quería revuelos. Liberado del poder, mantuvo su
actividad intelectual contestando a todo tipo de críticas por su visión de lo
ocurrido con la República y la Guerra[6].
En el largo tiempo del exilio, años más tarde (30-12-1948)[7], pregunté a Vicente Aleixandre sobre
la publicación en España de libros de autores de fuera de España. ¿La relajación de la censura
era real o no? Aleixandre me dijo que era posible porque habían publicado obra
de Alberti. No se prohibía por el nombre, pero se impedía la venta de algún libro
que tratara un tema que afectara a la moral imperante, especialmente religiosa,
como en el caso de un libro de Cernuda. Quería vender mi antología en España.
España estaba, seguía en mi memoria. Me indicó que
se sometía todos los libros a una censura general antes de publicarlos. Un poco
de suerte, dijo.
Intenté volver a España. Se lo manifesté a Gerardo Diego. La melancolía me embargaba. Solamente una renovada fe me permitía
aguantar para seguir recordando mi tierra.
Nunca lo conseguí. Siempre hacía planes
que transmitía a los amigos en el lejano recuerdo. Como a Gerardo Diego, que conocía mi
mala salud por Zenobia y Juan Ramón, aunque me seguía enviando ánimos para viajar
y volver a vernos[8].
Descansé, al final, en Ciudad de
México el 27 de octubre de 1959.
[1] Carta de
Jorge Guillén a Juan José Domenchina, 24 de mayo de 1933. Cartas a Juan José
Domenchina. Edición de Amelia de Paz. Centro cultural de la generación del
27. Málaga. 1997. Domenchina ha sido estudiado y resaltado en los últimos decenios del siglo XX, especialmente la editora de este libro. Consultado 27-29 octubre 2022 en sala biblioteca Archivo museo Ignacio Sánchez Mejías. En adelante, Obra citada.
[2] Manuel
Azaña fue un político y escritor, 1880-1940, que ocupó la presidencia del
gobierno provisional y del consejo de ministros entre el 14-10-1931 y el
12-09-1933. Presidente de la República entre el 11-05-1936 y el 3-03-1939.
[3] MARTÍN
OTÍN, J. A.: La desesperación del té (27 veces Pepín Bello). Editorial
Pre-textos. Valencia. 2008.
[4] Carta de
Jorge Guillén a Juan José Domenchina, 9 de julio de 1933. Obra citada.
[5] CALVO
CARILLA, J. L.: El concepto español de la poesía de Juan José Domenchina.
La razón es Aurora. Homenaje a Aurora Egido. Publicación 3537 de la
institución Fernando el Católico de la Diputación de Zaragoza. Zaragoza. 2017.Páginas
503-519.
[6]
HERMOSILLA ÁLVAREZ, M. A.: Cartas Inéditas de Manuel Azaña a Juan José
Domenchina. Anuario de Estudios Filológicos. Vol. 5. 1982. Páginas 69-79.
[7] Carta de
Vicente Aleixandre a Juan José Domenchina, 30-12-1948. Obra citada.
[8] Cartas
de Gerardo Diego a Juan José Domenchina, 27-09-1950 y 12-07-1958. Obra citada.