"La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos;... por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”. (Miguel de Cervantes).

La piel de serpiente

    

    016 es el teléfono de atención a las víctimas de violencia de género. No se rastrea. El 112 es el teléfono de emergencias. Ayude a las víctimas.

     Poco jugo sacaron de sus palabras tras el último interrogatorio. Estaba claro. La jugada nunca podía salir bien. Se habían juntado los negocios con las falsas apariencias. Y la violencia. Una violencia disimulada, silenciosa, exquisita. Con sordina. Doblegando la voluntad, la capacidad de reacción.
     Él decía, se repetía: Se me ha ido de las manos. Seguía mintiendo tras la detención. Con una habilidad refinada. Sin embargo, había pensado llegar hasta las últimas consecuencias. Con las dos. Incluso matarlas, una vez sacado el beneficio.
     Le decía: Te quiero, pero, obvio, nada sentía. En su forma de pensar, ellas, eran su propiedad, una finca más que conseguir. Si, las dos. Tenía una amoralidad sibilina, de modales educados, con escasa empatía emocional y social.
     Nada nuevo. Otro que creía que tenía un juro o derecho sobre lo que quería. Así la trataba, así las cuidaba. Su aspecto era taimado, su mirada atrayente. Su forma de hablar era una música envolvente. Un canto de sirena, un Orfeo reencarnado.
     Había intentado revestir todo de un bello jaez. Ninguna situación era inicialmente previsible. El manejo de los sentimientos había sido un factor de conjunción entre ellos, pero el mantenimiento del antojo, verdadero o, seguramente, falso, creaba un objeto desestabilizante que podía llevar o reconducir sus deseos a un final ajeno al planteamiento ejecutado. Era él o nadie. A ella le llamaba, tiernamente, “encanto”.
     Nunca, jamás utilizó otros artificios. Nunca, jamás pensó que tendría coraje para la cobardía final, pero estaba allí, presente, si era necesario.
     Como un antiguo juglar medieval, la engatusó con sus cantos, poemas y medias verdades, lisonjeó su vanidad y su belleza, real, pero hasta un extremo que, cualquiera que no fuese ella, apreciaría que un enjuague, que un engaño, en marcha, estaba presente.  
     Permanecían juntos como gemelos como pareja. Todo lo compartían. Hasta el exceso, con la misma pinta, con la misma jeta. Con un plan definido. Regurgitaba sentimientos, como una bola, impresentables, pues quería, deseaba y podía dominar su personalidad para después sustraer todas sus propiedades. Esos modales educados, ese desprendimiento excesivo era de una violencia moral inusitada porque anulaba su personalidad y limitaba su raciocinio. Mucho humo de adormidera, mucha paja ardiendo de olores embriagadores, invisibles pero reales. No daba lugar a un quejido, no daba lugar a unas lágrimas con las que enjugar con un pañuelo. Anulada, encogida, sin voz, por un amor que ella profesaba, por una dominación que él ejercía.
     Su familia, sus amigos le aconsejaron, le advirtieron. Unos, sobre su amistad, sobre su relación. Era poco recomendable. Otros, sobre su actitud pasiva ante el ejercicio posesivo. Se lo dijeron. Lo negaba. 
     De forma gradual perdía su voluntad.  Ella nada creía. A nadie prestaba atención. Únicamente él ejercía atención y dominio sobre ella. Colmaba sus ojos, sus atenciones, de forma plena. Cada capricho, cada júbilo, cada placer. No dejaba que otra persona se acercara a ella más de un tiempo limitado. Un control obsesivo le iba rodeando, como un fortín, como un extraño cobijo. Como un horno.   
     Un día, una jornada cualquiera, quiso salir. No importaba dónde. Ni tenía que manifestar por qué. Cuando iba a salir, él pretextó varias razones para estar con ella o, en su caso, hacer las gestiones que tuviera que hacer como un favor, como un detalle. Además, ¿qué necesidad tenía ella de preocuparse? Ya estaba él. Ella no precisaba salir.
    ¿A quién tienes que ver? ¿Con quién hablaba? ¿Quiénes eran sus amigas? Le decía.
    Él iba a donde quería. Se reunía con sus amigos, entablaba amistades con los amigos de ella. La disculpaba cuando no le acompañaba. Argüía que no salía porque no se encontraba bien. Eso argumentaba. Por el contrario, él podía llegar a cualquier hora. Comido, bebido, deseoso, sin avisar. Sin problema, sin decir nada. La poseía.
     Cuando tuvieron su hija, él no estaba. Tras el parto, apareció muy contento con unas copas de más. Le regaló unas flores y una pulsera. Le besó con agrado. Con ese agrado oloroso, espirituoso, de ginebra. Feliz. La dejó sola con la niña. Se fue a dormir su exceso. Mientras se adormecía se dijo, mala suerte, una niña, en medio de un eructo alcohólico.
     Ella con la felicidad del parto de su hija, ocupada en las necesidades de su criatura, la que había concebido con él, no tardó en olvidar su ausencia.
    Como estaba ocupada con el cuidado de su hija, fue delegando la administración de sus propiedades en él. Le dio un poder para actuar ante bancos y administraciones. No podía seguir el control de todo. Ya se ocupaba él.
     Cuando cumplió su hija un año organizaron una fiesta con muchos juegos. Encargaron una tarta de fresa y nata con una vela naranja y unos globos de colores. Invitaron a tíos y primos, a sus abuelos, y alguna amiga de ella. Se adornó toda la casa con guirnaldas y bombillas.
     La fiesta empezó a las siete. Todos llegaron menos él. Pasó una hora y otra. No llegó ni esa noche ni ninguna. No se volvió a ocupar de ella. Nunca más, ni de su hija. No se hizo responsable. Nada ni nadie le importaba.
     Ella, días más tarde, se enteró que todas sus propiedades estaban hipotecadas. Sus cuentas sin liquidez, vacías, despejadas de todo lo que poseía. Presentó una denuncia.
     Tiempo después fue detenido. Manifestó que no había hecho nada. Dijo que la familia de ella le había expulsado. Se declaró insolvente. Nada estaba a su nombre, nada había dejado, aunque seguía impecable, moreno, encantador, con sangre fría.
     En el juicio alegó mala gestión, gastos inesperados, falta de ayuda tanto de ella como de sus familiares. Que nunca le habían querido. Que él se había sacrificado.
     Las investigaciones policiales no dieron su fruto. Nada estaba a su nombre. Durante el juicio no se pudo demostrar mala atención a su familia. Nada les había faltado. Nada les quedaba ya.
     Había seguido con la misma jerarquía de placeres en su vida. Fue condenado por mala gestión y abandono del hogar. Penas no graves. No se pudo demostrar más.
    La serpiente siguió reptando durante más años. Mudó la piel, cambió de lugar. Siguió con los engaños. Más viejo, más huraño.
    Un día salió a comer. Fue todo muy rápido. Le pidieron fuego. No fumaba. Le pidieron algo de dinero. Y los despreció. Mira en tus bolsillos. Déjame tranquilo, dijo, mientras desplazaba a uno de ellos con su blanca mano. Otro lo empujó contra la pared, y cayó al suelo tras un golpe seco en la cabeza. Lo patearon. Le reventaron el cráneo. Lo desangraron.
    Cuando las asistencias llegaron, ya era demasiado tarde, hubiera sido un milagro. Nunca se supo que le habían robado porque nada tenía y nada le dejaron. Nada se esperaba. Sólo una piel. La piel de una serpiente. Reptando.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

La fiesta del español

    Don Quijote y Sancho en Barcelona. Flickr.       "Tendieron don Quijote y Sancho la vista por todas partes: vieron el mar, hasta en...