Santos Juliá fue un divulgador de historia contemporánea. La
última vez que lo vi fue en una conferencia, sobre su libro Transición[i],
en la “Escuela de Ciudadanos”[ii]
que dirige el periodista Román Orozco. Con un estilo ameno, directo y cordial
disertó sobre transición, consenso y el asunto que entonces, y ahora, nos
concita, el problema del intento de secesión en Cataluña.
Ponentes constitucionales en el Parador de Gredos (1978) |
Fernando Abril y Alfonso Guerra en el proceso constituyente. |
Señalaba que el
consenso que muchos asignan a la Transición no fue tal, que solo fue real
durante el momento de firmar leyes o pactos. Un minuto después, el consenso ya
no existía, porque se remarcaban las diferencias políticas entre partidos y, a
partir de ese momento, se hacía necesario pactar de nuevo, acordar, para llegar
al consenso en otra materia. Por tanto, que no se debe confundir o hacer creer
que el período de la Transición fue el del consenso continuo.
El postulaba como
solución para el problema de Cataluña la estructura federal de España. Aunque,
desde mi punto de vista, la igualación de las autonomías en estados federales
no creo que sea una solución aceptable para los secesionistas, que, creo, están
en la vía de la separación total del estado español, a no ser que estén en una
negociación de máximos, la independencia, para, ulteriormente, conseguir una
posición muy ventajosa dentro de España, en un largo tira y afloja, sin
importar a sus dirigentes los jirones o rotos emocionales, que esperemos que no
sean humanos, por el camino. Porque no es la formación de un estado racional,
constitucional y legal lo que se propugna. Es el forzamiento de las estructuras
del estado de 1978. Su destrucción. Al calor de las críticas al estado surgido
de la Constitución de 1978 desde principios de siglo, por algunos historiadores
y politólogos, se ha intentado minar algo que es difícil de obviar: Que la
constitución de 1978 fue aprobada por la mayoría de las fuerzas políticas de
las Cámaras representativas elegidas democráticamente, es decir, no se hizo a favor
o en contra de la mitad de la población, y el texto legislativo fue aprobado
por referéndum el 6 de diciembre de 1978 por cerca de un 90% de los votantes,
con una participación del 67%. Solo un 7% votó en contra[iii].
Por este refrendo, cualquier reforma de la estructura del Estado debe ser
votada por todo el cuerpo electoral español, y debería, aunque no es exigible,
concitar el grado de aprobación que tuvo en 1978, para que fuera política aceptable
para todos.
Placa del Restaurante "José Luis" |
Las transiciones
a la democracia que caracterizaron el período de finales de los setenta y
principios de los ochenta del siglo pasado fueron procesos que se extendieron
por el planeta, comenzando en el sur de Europa, pasaron de forma inmediata a
América Latina, con desigual fortuna pero con democratización creciente, y
terminaron en los países del Este de Europa tras la caída del muro el 9-10 de
noviembre de 1989, treinta años no es nada, con obvios resultados variados y
con brechas en la democratización como vemos, hoy en día, en países tan
distintos como Hungría, Polonia, Bielorrusia o la Federación de Rusia.
Existe un
desencanto, además de las críticas de apaño, por gente poco informada, porque
las simples estructuras legales democráticas no producen, per se, el bienestar
de la gente.
Ocurre igual en
América Latina, véase los informes Latinobarómetro de Marta Lagos en Chile,
informes que me recomendaron Rosa María Martínez Segarra y Carlos Malamud, de
la cátedra de Historia de América de la Uned durante la carrera de Geografía e
Historia. O los informes que hizo Juan José Linz en España antes y durante la
transición española a la democracia. O los actuales Eurobarómetros. Las
expectativas creadas no suelen ser satisfechas. La democracia puede traer el bienestar
económico, pero no siempre, y los derechos reflejados en un texto legal no son
las tablas de la ley de una religión. Es como la creencia en que los niños viene
en cigüeña de París. El fenómeno de las falsas expectativas. El creer que los
dirigentes, nuestros, elegidos por votantes tiene una sabiduría o carisma
especial para solucionar los problemas complicados. Los elegimos, los refrendamos,
con el deseo de un mejor gobierno. Nuestra capacidad intelectual, sea la que
sea, debe comprender que no son ni la liga de la justicia ni los vengadores y
que están sometidos a las leyes que les dotan de unos poderes especiales, que
pueden o no saber utilizar. Sus méritos no obedecen tampoco a su ideología.
En estos días que
vemos los problemas de Chile, que tuvo una difícil transición a la democracia,
con una crisis social en un país aparentemente estable, que observamos como
México, tras la evolución a la democracia desde el partido único, muestra una
debilidad estatal ante la presión de los narcos, y que vemos que España tiene
de nuevo problemas con el conflicto catalán, otra vez en ebullición y con difícil
solución, se recuerda, se echa de menos, a pensadores, sabios, o simples
personas, que, como Santos Juliá, buscaban luz, ecuanimidad en sus escritos. Que tenían una
afabilidad en el trato y un respeto a las ideas de los demás.
10-11-2017, Santos Juliá y Román Orozco (Fuente: Escuela de Ciudadanos). |
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