En las noches frías, junto a la hoguera, los más viejos del lugar relataban antiguas historias sobre olvidados romances que únicamente recordaban ellos y que alegraban jóvenes miradas y forjaban nuevos amores. Entre las llamas, el crepitar de sarmientos de vid y troncos de olivo, entre rizos de recuerdo y humo de pensamiento, contaban historias pasadas que trasmitían de unos a otros mientras las ascuas calentaban tasajos de carne que luego comían.
Todos quedaban absortos con el enamoramiento de la infanta del paje del rey, de sus ardores y deseos, de cómo se insinuaba invitando al mozo a su jardín florido, a penetrar en su más bella flor, a la de fragancia más olorosa. El paje, el mejor servidor de su rey, no le creía, pensaba que era una chanza, una apuesta o simple burla, pero ella lo negó y afirmó el deseo de poseer el lindo cuerpo del servidor de su padre. El paje creyó a la dama y pidió lugar y momento donde yacer con tan bella flor.
Cuando el señor rey duerma, contestó. A llegar la medianoche, presa de amor, ardía en prisas, brasas y apetitos. Más el paje llegó como el garañón a la yegua, deseando el momento, la vida y el amor. Ella se asusta un instante y él le calma con suaves y tiernas palabras. No es difícil presagiar lo que esa noche ocurrió pues las horas fueron minutos y los minutos segundos. Todo pasó en una noche, todo quedó recordado. El placer dominaba tanto a los amantes que durmieron más allá de lo debido. El rey se despierta, sobresaltado, pensando que algo de su reino ha perdido. Llama a su paje querido para que le traiga sus atalajes, sus más ricos vestidos. El paje no responde porque se encuentra consumido, transido y traspuesto de amor. Al no responder su paje, busca a su hija y la encuentra dormida, en el limbo del querer y acompañada del paje del rey preferido. En un arrebato inicial piensa matar a paje e hija, a los más queridos. A los dos cuidó de niños, uno para su más cercano servicio, otra como su hija querida. ¡No, no los puede matar! Son la razón de ser de su vida. Pero debe dejar una señal que marque el conocimiento del fin de la inocencia de su hija y la pérdida de confianza en su paje más querido. Saca su espada mortífera, que esta vez no mata pero avisa, y la deja entre medias de ambos amantes, antes de abandonar el lecho del fornicio. Cuando más tarde la dama despierta llena del amor conseguido, se estremece, coge frío al rozar la espada que su padre ha posado. Asustada despierta a su amante, y este, abrumado, quiere salir del palacio sin que el rey lo aprese o mate. La infanta le dice que, ya que ha entrado a su jardín, huyan con rosas y lirios y que los pesares que sufrieran, juntos los afrontarían. El rey encuentra a su paje más querido, al que había enseñado a estar a su servicio, en el que confiaba y que mal había servido. Le inquiere de dónde viene y él contesta de ver como ha florecido la rosa con más fragancia del jardín que su rostro ha trasfigurado por el amor conseguido. El rey enfurece con su servidor y el paje que todo le debe, arrepentido, ofrece su vida al rey, su señor, que siempre le había protegido. En estas disputas llega la infanta quien suplica al rey clemencia, por su amor, por su futuro marido, que no lo mate, que se lo dé por marido, y que, si lo mata, con ella deberá hacer lo mismo.
Todos disfrutan sabiendo del final, conociendo que el amor triunfa, en ocasiones, frente al poder y que el poder, a veces, es clemente y querido.
Cuentan algunos sabios que alguna vez han existido que es la historia del romance de Gerinaldo y la infanta1. Cuenta que algún sabio, que ha existido, que recuerda a los legendarios amores de Eginardo y Emma, consejero e hija de Carlomagno, rey de los francos.
Cuentan los más viejos del lugar que, desaparecido el imperio romano de occidente y tras el declinar merovingio por las sucesivas herencias, el antiguo territorio de las Galias quedó dividido en cuatro grandes espacios: Austrasia, al Este, entre el Mosa y el Rin; Neustria, al Oeste, con gran presencia de latifundios entre el Escalda y el Loira, dominados por los francos; Aquitania, del Loira a los Pirineos; y Borgoña, en la zona central.
Cuentan que las mujeres, mientras tomaban bebidas calientes junto a la hoguera, contaban que en cada territorio surgió la figura emergente del mayordomo de palacio como administrador de las posesiones reales, como cabeza de la nobleza local y encargados del más o menos rudimentario aparato administrativo. Y que, con el tiempo, controlaron un patrimonio agrario de grandes dimensiones donde ejercían de facto el poder e interpretaban las formas de relación entre rey y nobleza.
Al calor de las llamas se contaba como uno de esos mayordomos, Pipino de Heristal, derrotó a sus contrincantes en Austrasia y Neustria, 687 d. C., intitulándose como príncipe de los francos. Como no tuvo herederos legítimos, le sucedió Carlos Martel, hijo bastardo, conocido por acudir en ayuda del duque Eudes para derrotar en Poitiers a los musulmanes que venían desde el sur, 723, lo que le reportó gran prestigio entre la cristiandad. A Carlos le sucedió su hijo Pipino el Breve, llamado así por su corta estatura.
Pipino el Breve era un astuto político que, 751, cuando su política era contestada por algunos nobles favorables a la dinastía merovingia, dirigió una embajada al papa Zacarías con una pregunta ingenua pero muy intencionada: ¿Quién debería ser monarca, el que ejercía el poder de hecho, o el que lo ostentaba solo nominalmente? Zacarías, el Papa, respondió con más política que espiritualidad, o tal vez las dos cosas a la vez, que quien lo era de hecho tenía que serlo de derecho. Fue la puntilla para la dinastía merovongia y Pipino el Breve fue ungido con los santos oleos al estilo del Antiguo Testamento sellando de forma definitiva el pacto de los primeros carolingios con la Iglesia que se consideraba desde ese momento con poder de hacer y deshacer reyes, por 'la gracia de Dios'.
La misma astucia tuvo el más destacado de los hijos de Pipino el Breve, Carlomagno, que era de gran envergadura, pasaba de 1'90 y poseía aspecto germánico. Se impuso a la viuda y a los hijos de su hermano Carloman, muerto en 771, que se refugiaron en la corte lombarda.
Dentro de la expansión territorial del imperio carolingio no fue ajena la expansión musulmana que se produjo en tierras de España en el siglo VIII. Algunos señores de ascendencia hispana pero bajo la influencia mayor o menor del poder establecido en Córdoba quisieron obtener más independencia y pidieron ayuda al rey de los francos prometiendo que por su ayuda le entregarían Zaragoza y Barcelona. Carlomagno cruzó los Pirineos y llegó hasta Zaragoza donde su gobernador se arrepientió de lo prometido y no entregó la ciudad. Como todo imperio, otros asuntos le reclaman en otro territorio lejano y vuelve a través de Roncesvalles, 778, momento en que su retaguardia fue atacada por vascones2, pereciendo en la acción Roland, duque de Bretaña, asunto que inspiró la Chanson de Roland a finales del siglo XI, y el cantar de Roncesvalles3 (dizimelo don Oliueros, ¿do lo ire buscare?), en el siglo XIII, entre otras composiciones épicas y donde la recepción de romances a través de los tiempos y la memoria de los más viejos del lugar se produjo. Romances, cuentos y leyendas que entretuvieron las noches de los primeros fríos, y los primeros amores, junto a la lumbre y el calor de troncos y cepas de vides y olivos.
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1MENÉNDEZ PIDAL, R.: Flor nueva de romances viejos. Austral, Espasa Calpe. Madrid. 1978. Páginas 56-59.
2DONADO VARA, J. y ECHEVARRÍA ARSUAGA, A.: La Edad Media: siglos V-XII. Editorial universitaria Ramón Areces. Madrid. 2009. Páginas 130-139.
3ALVAR, M. : Épica Medieval. Orbis y editora Nacional. Barcelona. 1981. Edición y selección de Manuel Alvar. Páginas 13-17.
Una leyenda bellísima. La verdad es que acabo de llegar a tu blog y me ha encantado. Me quedo por aquí de seguidora y te invito a que te pases por el mío si te apetece.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias por tus amables palabras. Te seguiré. Un abrazo.
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