"La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos;... por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”. (Miguel de Cervantes).

Te vi con tu vestido azul

 

      Te vi con tu vestido azul

      Te vi con tu vestido azul, entre la gente, flotando, sutil y alegre, sin poder adivinar si tu sonrisa era espejo que reflejara deseo, si tus labios eran carnosos, o se asemejaban a una sensualidad rotunda, o, por el contrario, eran finos, sin apenas comisura, de pequeña abertura, de escasa expresividad inicial.


      Puede que tuvieras hoyueloen tus mejillas, alineados bajos tus ojos, en tu mirada alegre, vivaz y algo coqueta. Unos hoyuelos armónicos en tu rostro no conocido, en una composición perfecta, en un mundo ideal. Pensé, soñé, cómo sería el más pequeño de tus besos, cómo un instante pegado en mi cara o en mis labios, desde un saludo a un beso de Iscariote, o cómo un pequeño mordisco no esperado, no cierto, no previsto. Lo deseé, lo pensé. Lo soñé.



      Y tu nariz, ¿Cómo sería tu nariz? No por nada especial, sencillamente... no la veía. Se adivinaba como un pequeño y puntiagudo apéndice respingado, con sus fosas agitadas por la respiración entrecortada, al compás de tu pecho, bombeadas por tu corazón. El aire que respirabas se despedía, ¡Oh, como lo sentía!, en efluvios perfumados que conseguían traspasar cualquier barrera. Me miraste, parecía que me decías algo. Entreví una atención y una solicitud de acercamiento, lento, aventado, decantado por una atracción natural.  Recordé que había leído en Los cuadernos de don Rigoberto1 de Mario Vargas Llosa que una mujer, Estrella, tenía una gran obsesión con la nariz y las orejas, en este caso como placer erótico o culinario, pero como una forma más de comunicación, de lenguaje, de sociabilidad. Como una particular finalización de cualquier relación humana.


      Me fui acercando lentamente, nervioso, desesperadamente e impacientemente curioso, adivinando qué podría haber bajo tu velo de mascarilla, pensando en el misterio de tus sentidos ocultos, sabiendo que ya no podía tocar las yemas de tus manos delicadas, adivinando cómo sería la cuarentena hasta que desnudáramos nuestras caras infelices, solamente guiado por nuestras miradas tristes en este mundo limitado, regulado y aminorado en nuestros acercamientos donde nuestra supervivencia ganaba a nuestros instintos que ya no eran naturales porque estaban subordinados a las convenciones morales que nos habíamos impuesto para no caer en la ponzoña del covid. Ponzoña que odiaba debido a que conseguía aflorar lo peor de mi mismo, y perder todo rastro de conducta cultural aprendida, domesticada.


      Tu mano delicada se acercó al pecho, cerca del corazón, mientras con la otra componías una grácil figura cerca de tu regazo. Me saludaste con el acompañamiento de una leve inclinación de cabeza. No hizo falta que comenzaras a hablar. Ya era feliz. La mascarilla, como un muro, había sido traspasada.

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1 VARGAS LLOSA, M.: Los cuadernos de don Rigoberto. Santillana. Madrid. 1997. 384 páginas.

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