"La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos;... por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”. (Miguel de Cervantes).

Elogio del lapicero


  Recuerdo que compré una novela porque regalaban un lápiz de carpintero. No era un regalo, solamente un deseo. Y el libro había que pagarlo. El lápiz me pareció la prolongación de mi mano, mi pensamiento, mi manera de ser, mi actitud ante el papel.

      Cuando aún no sabía escribir, leía todo lo que caía cerca de mí. Quise subrayar mi primera lectura, pero no sabía qué era eso de señalar con una raya una letra, una palabra o un texto con la intención de llamar la atención sobre el texto o recordar la lectura seleccionada.

      “Acudid, señores, presto y socorred a mi señor, que anda envuelto en la más reñida y trabada batalla que mis ojos han visto. ¡Vive Dios que ha dado una cuchillada al gigante enemigo de la señora princesa Micomicona, que le ha tajado la cabeza cercén a cercén, como si fuera un nabo!... 

     ¡Tente, ladrón, malandrín, follón, que aquí te tengo y no te ha de valer tu cimitarra!”

      Don Quijote luchaba contra unos pellejos de vino y me reía, me sentía dentro de la escena, participando en las estocadas, mojado en vino y resbalando por la bodega, alcanzando el nivel de locura del hidalgo. Reía, reía. Sin parar. Casi lloraba.


     El primer lápiz garabateaba o manchaba la hoja, con trazos gruesos, haciendo la primera caligrafía. Luego comenzó, comencé, a realizar operaciones matemáticas; sumas y restas de tosca manera, luchando contra el papel. 

      No subrayé el Libro de los Jueces, aunque siempre me acordé de Gedeón, Sansón y Samuel.

     El lapicero cambiaba. Los primeros eran marrones, de mina gruesa, grafito de mala calidad; minas que se rompían con facilidad, que había que afilar con un sacapuntas de plástico verde turquesa.

     Tuve lápices de colores, pero para subrayar lo que leía, el lápiz de grafito negro:

     "Quince hombres van en el Cofre del Muerto.

      ¡Ay, ay, ay, la botella de ron!

      La bebida y el diablo dieron con el resto.

     ¡Ay, ay, ay, la botella de ron!"

     Subrayaba la canción mientras la cantaba con la misma entonación de Wallace Berry y Jackie Cooper en la película de 1934. Stevenson y La isla del Tesoro. El lápiz cobraba vida como extensión de mi pensamiento, de mi sueño y mi fábula mientras buscaba un mapa del tesoro y un barco velero.

     Y el lápiz buscaba una heroína y la encontró en Rosaura, caída del caballo cuando entraba en Polonia, sin saber que se encontraría con el hombre que vivía encadenado en un sueño: 

"Hipogrifo violento,
que corriste parejas con el viento,
¿dónde, rayo sin llama,
pájaro sin matiz, pez sin escama,
y bruto sin instinto
natural, al confuso laberinto
de esas desnudas peñas
te desbocas, te arrastras y despeñas?"

     Soñamos y jugamos con los sueños. Rosaura daba comienzo a la obra de Calderón, La vida es sueño; y los sueños, sueños son. El lápiz recordaba las cadenas.

     Siempre me había sorprendido la capacidad de hacer trazos en distintos oficios como el uso de la tiza de un sastre, el lápiz de los carpinteros y la tiza de un maestro en la clase.

       El lápiz nuevo es de sutil elegancia, un brillo plateado, tiene color. En el lateral, unas letras escritas, similares a las escritas a mano, dice Manzanares Ciudad de Museos

     Me ayuda a recordar, a pensar. Es una parte de mí. Una extensión de discernimiento. Del Quijote, de Sansón, de Jim; también de Rosaura, también de Tristram. De cualquier materia, de todas.


 

 








    





















2 comentarios:

  1. Como te indiqué en Bloguers, una gran y erudita oda al lápiz. Gracias por compartirla.

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  2. Gracias. Esas pequeñas cosas que dan sentido a muchas otras.

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