Madeleine
Carroll fue una magnifica actriz que en 1937 interpretó a la
princesa Flavia en “El prisionero de Zenda”i,
basada en la novela del mismo nombre de Anthony Hopeii,
editada muchas veces, y adaptada al cine en varias ocasiones. Para
mi, la versión de 1937 es mejor que la adaptación de 1952
protagonizada por Stewart Granger, Deborah Kerr y James Mason y
dirigida por Richard Thorpe. Las dos “Flavias” de estas
películas tenían en común su calidad interpretativa, su indudable
atractivo, y el gusto por la costa malagueña española.
La
adaptación cinematográfica de 1937 fue dirigida por John Cromwell,
y producida por David O. Selznick, uno de los grandes gracias a
títulos como “Lo que el viento se llevó”o “Rebecca”. El
magnífico reparto de 1937 incluía a Ronald Colman, C. Aubrey Smith,
Douglas Faibanks Jr, Raymond Massey y Mary Astor.
La
princesa Flavia había sido educada desde su infancia para acompañar
en el poder a su primo Rudolf. Una esmerada educación, unos modales
principescos, unos ademanes exquisitos la convierten en el prototipo
de princesa detentadora del poder político y social e imagen de un
país. No quiere a su primo. Le detesta. Por dipsómano, pero, sobre
todo, por que no asume sus obligaciones políticas, por su falta de
resolución y respeto a la institución del país que va a gobernar.
Todo cambia el día de la coronación. Por circunstancias que no
cuento para quien no haya leído la novela o visto la película, un
primo suyo, de parecido extraordinario, suplanta al rey y terminan
enamorados el suplantador y la princesa. Es la pugna entre participar
en la vida política, ejercer el poder o ser una ciudadana que busca
la descansada vida huyendo del mundanal ruido y sigue la escondida
senda que versó Fray Luis, disfrutando de un amor sin las
limitaciones del personaje público. La puna entre la fama o el
disfrute de la vida plena.
Flavia
lucha entre la obligación para su país, su clase, su educación, y
el amor descubierto, del que disfruta unos días, como un bien
escaso. No puede tener ambas cosas. Tiene que decidir. Ha sido
educada para tomar decisiones, para ocupar el poder. Termina optando
por su ejercicio en detrimento del amor, lo nuevo y lo desconocido.
Lo inesperado y lo deseado. Al final gana la razón de estado, el
calor del poder, la fama. Tiene libertad de elección porque puede
decidir perder la libertad de amar en favor del ejercicio del poder.
A partir de ese momento, tendrá capacidad para decidir sobre la vida
de los demás, de los ciudadanos o súbditos de su reino pero ya no
podrá disponer de su vida como quiera. Y su papel será dependiente
de las decisiones del rey. Poder, pero un poder menor.
Fray
Luis de León decía que la escondida senda solo había sido elegida
por los pocos sabios que en el mundo han sidoiii.
En
estos días, dominados por la alarma sanitaria del coronavirus, veo a todos los que
ocupan el poder: alcaldes, presidentes de comunidad, presidentes de
gobierno, líderes parlamentarios. No parecen libres. No sé sí menos
que los que estamos recluidos en nuestras casas disfrutando de
películas clásicas, novelas de aventuras y papel higiénico.
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iiHOPE,
A.: El prisionero de Zenda. Colección Flecha Negra coordinada por
Luis Alberto de Cuenca para Cículo de lectores. Barcelona. 1998.
189 páginas.
iiiFRAY
LUIS DE LEÓN: Canción de la vida solitaria. Poema escogido
de la antología Paraiso Cerrado,
selección y edición de José María MICO y Jaime SILES. Galaxia
Gutenberg y Círculo de lectores. Barcelona. 2003. Páginas 124-127
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