Sorprendidos.
- ¿Es posible?
¿Obedece a razones naturales? ¿Es un producto del mercado en horas bajas? ¿Una
anomalía informática? ¿Hay posibilidades de crisis, de riesgo?
Todas estas
preguntas eran analizadas por sesudos analistas, tertulianos expertos en todos
los temas desde la cría de cebolla temprana a la mecánica aeronáutica. Todos
daban su opinión basada en irrelevantes y profundos estudios superficiales. Sus
asertos eran tendencia día a día, hora a hora, minuto a minuto en las redes
sociales más influyentes a nivel internacional, nacional, autonómico,
provincial, comarcal, y local. En resumen, aldeano.
Los gurús
económicos debatieron profundamente sobre el fenómeno. Unos pensaban que su
tendencia sería continuada. Otros que tendría picos de subida y picos de
bajada. Había un tercio, los más radicales, no importa córner o esquina, que
consideraban que su tendencia sería creciente si se tomaban unas medidas que
ellos conocían, que no podían descubrir y que ellos eran los únicos capaces y
capacitados para llevarlos a cabo. Eran un tercio, al menos, pero había una
tendencia creciente a su aumento. Finalmente, había gurús económicos que no
tomaban ninguna decisión, ni postulaban ninguna teoría sin, antes, analizar las
vísceras de cualquier animal muerto, chupar su dedo índice y elevarlo a las
alturas, o coger unos sarmientos de vid unidos con forma de V buscando el
acuífero más cercano. Estos últimos eran los mayores creadores de tendencia.
Los más televisivos. Los de “Ya lo decía yo…”
Los historiadores
debatieron profundamente la posibilidad del fenómeno como un producto de
conocimiento nuevo, o la posible analogía en un suceso anterior. Un grupo de
ellos, prehistoriadores y arqueólogos, pensaron establecer similitudes con la
revolución neolítica, aunque no supieron indicar qué se domesticaba, o se hacía
sedentario, o creaba estructuras societarias. Los especialistas en la
antigüedad dijeron que el fenómeno era comparable a la globalización producida
tras las conquistas de Alejandro Magno. Pero no acertaron a establecer una
línea de influencia, ni el lugar, el espacio y el contenido. Los medievalistas
establecieron símiles con la aparición de las universidades medievales, sin
embargo, no podían establecer localización, ni pretensiones, ni las doctas explicaciones
de sus cátedras. Los historiadores del Renacimiento y el mundo moderno daban
explicaciones dispares. Unos comparaban este fenómeno anormal con la explosión
artística del renacimiento italiano y, por extensión, europeo; otros consideraron
más importante la revolución científica del mundo moderno que coadyuvó a los
grandes descubrimientos geográficos que comunicaron a los humanos en todos los
hemisferios terrestres. El primer razonamiento era apoyado por los
historiadores del arte y conservadores de museos, pero no diagnosticaban su
estilo, ni catalogación, ni estipulaban las formas de conservación preventiva
necesarias para albergar los efectos de el fenómeno. Los partidarios de la
revolución científica, muchos de ellos historiadores de la ciencia y
divulgadores del progreso humano, aseguraban que el fenómeno era parecido a los
avances rectos de la ciencia que tanto habían hecho con el progreso humano y
que en teoría este evento no parecía tener los efectos permisivos de las
utilidades perniciosas de la pólvora. Finalmente, algunos historiadores del
mundo contemporáneo decían que este fenómeno era comparable a la Revolución
Francesa, la revolución industrial, la publicación del Manifiesto Comunista de
Marx y Engels, las olas democráticas con la transición española a la democracia
o la revolución tecnológica con la red de redes. Pero, otros decían,
presagiaban, que este suceso era comparable a todas las guerras y dictaduras
que en nombre del pueblo se habían producido durante la contemporaneidad y que
el único provecho que se podía recibir era más abono para el campo con las
vidas perdidas en conflictos inútiles producidos por líderes fanáticos. Y que
como decía un dictador del siglo pasado, la muerte de una persona era una
tragedia, una pena. Pero la muerte de millones de personas era una estadística.
Un idiota. Y un asesino.
Sesudos poetas,
novelistas, ensayistas escribieron sobre las raíces culturales, líricas y
épicas del fenómeno, del suceso. Algún literato forjado en periodismo de guerra
ponderó los conocimientos que el tenía sobre el tema y volvió a editar novelas
de aventuras, que, obviamente, siempre son necesarias para evadir la rutina
ordinaria.
Decidí escribir
un poema, pero, tras los primeros versos, empezó a llover de tal manera que fui
a buscar maderas ante la necesidad de construir un arca.
El fenómeno tuvo
repercusiones políticas. Todos los partidos políticos publicaron tuits sesudos
de menos de ciento y pico caracteres, definitorios de su hondura intelectual.
Las cámaras se reunieron en sesión extraordinaria y tomaron una decisión que
fue considerada por todos los grupos políticos con representación parlamentaria
como un acierto de infinitas consecuencias.
Crearon una
comisión parlamentaria.
Con dietas dobles
por asistencia debido a la enjundia del tema a tratar.
Esa misma noche y
al día siguiente, todos los medios de comunicación reflejaron el acierto de
todos los miembros de la sociedad, especialmente, de la clase política. En una
cadena de televisión entrevistaron al presidente de gobierno seis veces en seis
horas para hacer honor a su nombre.
El día que
empezaron las sesiones de la comisión parlamentaria no faltó ningún grupo
político, ni los nuevos y más radicales, ni los habituales y más moderados. Al
comienzo de la comisión, su presidente declaró abierta la sesión y dijo unas
palabras sin sentido, difícilmente pronunciables, sin acierto y contenido. Los
grupos, asombrados, no entendían nada. Ni el grupo de la minoría mayoritaria,
ni el grupo de la mayoría minoritaria, ni el grupo mixto, ni nadie.
¿Por qué?
Por que no
sabían el tema o asunto de la comisión. Todos habían hablado del fenómeno, del
suceso, pero ninguno lo había visto, percibido, estudiado o investigado.
Era la estupidez
humana.
La mía, seguro.
La de todos. Tal vez.
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