"La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos;... por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”. (Miguel de Cervantes).

Una visita al Prado

    

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      Un día, buscando libros antiguos o descatalogados en Iberlibro, se topó con la Nueva guía completa del Museo del Prado de Antonio J. Onieva, de 1965, reeditada múltiples veces, a un precio de 1,70€. Recordó en ese instante un vago recuerdo, olvidado, como un sueño. Fue en el Prado. Dentro del museo.
     Tuvo una sensación extraña, de mareo, como drogado. Venía de un pueblo de La Mancha, había salido temprano, con desayuno de café con leche y madalenas. Pero no podía concentrarse. Su admiración, como extasiado, había llegado a límites insospechados cuando llegó a la sala de los Velázquez.
     Las Meninas y la Fábula de Aracne habían conseguido dejarle absorto. La composición, la pintura, el aire que flotaba, el color, las miradas. Él estaba maravillado por los trazos magistrales, la perspectiva, y la armonía de las figuras. Por la total trasposición de una verdad al cuadro. Se sentó, admirado, embelesado, sujetando su barbilla por la boca abierta debido al pasmo de la belleza que le embargaba. Estaba, parecía un personaje de cuadro, transfigurado. No necesitaba comer ni beber. La eclosión pictórica que albergaba el edificio Villanueva era como un maná, suficiente, que entraba por sus ojos, abiertos, conectados a un haz de luz invisible provocado por la conexión emocional producida por El Lavatorio de Tintoretto, La Virgen de Morales, Las tres gracias de Rubens, Las hilanderas o la fábula de Aracne  y Las Meninas de Velázquez, El descendimiento de Wan der Weyden, El caballero de la mano en el pecho de El Greco, El Jardín de las Delicias de El Bosco, La carga de los mamelucos y Los fusilamientos del 3 de mayo de Goya y, con el remate, de Carlos V en Mühlberg de Tiziano. La imagen de un poder absoluto conjuntado con la serenidad que el veneciano había plasmado en el cuadro provocó un momento de abstracción profunda. Tuvo la impresión, la certeza, de hablarle Don Carlos:
     - Tenga la clarividencia, caballero de mi reino, que el poder que represento no es flor de un día, sino símbolo del esfuerzo y valor de mis ejércitos. Tome un caballo, acompáñeme y luche como un cristiano caballero.
     Piafaba su caballo, piafaban todos los caballos del museo, los de los cuadros de Velázquez, Goya, Van Dyck y Rubens. Saludaban las damas de los cuadros. Desde María de Médicis de Rubens a la Inmaculada Soult de Murillo, todas con abanicos improvisados aparecidos por doquier de no se sabe dónde. Al fondo Caronte en el cuadro El paso de la laguna Estigia de Patinir, contemplaba la escena, diciendo, pensando, - me van a dar trabajo-.
     Hubo un rumor de golpe, seguido de un coro atronador proveniente de los soldados con lanzas de La rendición de Breda y desde el pueblo levantado contra la invasión napoleónica de El 2 de mayo:
     - ¡Cesar Carlos, Señor y Rey de las Españas! – dijeron los de Breda- Somos tus súbditos, somos tus vasallos. ¿Es necesario continuar con tantas batallas? Nuestras mujeres, nuestros hijos, nuestras tierras nos necesitan. En tus posesiones no se pone nunca el Sol. Sol que concentrado en un mismo lugar nos abrasaría. Déjenos disfrutar del verdadero poder de nuestro reino y que será el que quedé para la posteridad: El arte y la cultura de un pueblo que ha sido conquistado múltiples veces, crisol de distintas identidades, mestizo de culturas desde su nacimiento. Vivimos en los cuadros de esta casa, museo y cosmos de nuestra vida, albergados por el arte de los siglos, para deleite y contemplación de humanos y divinos.
     La carga de los mamelucos se paró. Se quedó de forma estática, Ni cargaban las tropas francesas, ni acuchillaban los patriotas madrileños. El arte venció a la guerra y el edificio Villanueva se convirtió en remanso de paz desde aquel día.
     De pronto despertó de su ensoñación, era la hora de la comida. Había quedado a comer en la Plaza de los Cubos en la calle de la Princesa. A la salida del museo compró la guía de Onieva, la novísima decimoséptima edición de 1980. Por la tarde le llevaron a ver a la gran Lola Herrera que interpretaba a la viuda de Cinco horas con Mario de Delibes. No contó a nadie su visión con los cuadros del Museo del Prado. Volvió muchas veces, volvió muchos días, disfrutó con todos los cuadros, solo o en compañía, pero nunca, jamás, volvió a tener la aventura de los cuadros. Fue la primera vez. Solo fue eso. Tal vez…
Cesar Carlos

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