“Escribió
que su cara era trescientas setenta veces más ancha que diez mil
mundos; entendió que lo gigantesco puede ser una forma de lo
invisible y aun de lo abstracto.”
Jorge Luis
Borges, El otro Whitman, (1929). Discusión.
Era
extenso, difuso e inabarcable. Nunca se definió ni se pudo saber
dónde encontrarle. Era tan enorme que su visión era imposible a la
dilatación y la irisación del ojo humano. Sus reflejos de luz eran
distorsionados hasta el infinito y, en ese infinito, capaz de
incapacitar todo proceso de aprehensión y distinción.
Podía
pensarse cuando se reducía a su mínima parte y, todavía así, tenía
tal dificultad de abstracción que solo tras largos años de estudio
se conseguía absorber el primer principio de su conocimiento. Por
mucho que pretendiera obtener rasgos o cualidades de algo de su ser,
era necesario un largo aprendizaje semejante al de los antiguos
augures que, tras largos años auscultando las vísceras calientes de
un animal sacrificado, veían aquello que otros no verían en varios
miles de años.
Era
tan enorme, tan gigantesco que nunca cambió de lugar, ni de tiempo.
Era tan inabarcable que solo pensar en él era un esfuerzo
sobrehumano.
No era siquiera advertido por su olor porque se
confundía con el de la propia atmósfera, en todo aire respirado.
El
lugar que ocupaba era denominado universo porque no se podía ocupar
más, con sus luces y sus estrellas.
Tal
asombró provocó múltiples definiciones que solo podían reputarse
como falsas, que solo podían ser meramente declarativas, que solo,
en definitiva, podían ser comunicativas y, por tanto, universales.
No
es que sus vigilantes, sus observadores, sus investigadores fueran
liliputienses que anudaran con finos hilos y disparasen pequeñas
flechas, minúsculas, síntoma inequívoco de su localización,
visión y magnitud. No es que sus buscadores fueran marineros
anclados, naufragados y perdidos en la cueva de Polifemo que
tuvieran, necesitaran vitalmente, travestirse para huir tras
impresionarse de la furia del cíclope de un único ojo.
Tal
vez podía ser el temor o el miedo al desconocimiento, a sus efectos,
a su incapacidad para predecir o conocer su ser, letal en muchos
casos, que estaba y no estaba allí, aunque nunca fuera perceptible.
Aparentemente
inocuo, inoculaba, pervertía y contaminaba. Algo que solo era
presumible, sin certeza, solo una hipótesis, producto de una quimera
real que la imaginación consideraba imposible o falsa pero que
sucedía y acontecía, en sí, como cierto.
Era,
tal vez, como el genuino universo, era algo infinito, era algo
grandioso y era todo invisible, como la propia atmósfera como el
aire que da vida. Una difuminada pretensión de lo excesivo que no
podía ser valorado como sobresaliente, porque lo excedía y conformaba, puesto que era numen de todo y finalidad de toda musa o
inspiración. Era fascinante sin faz, engaño sin asunción que
alucinaba sin motivo o sin específico científico, ofuscando,
conturbando y confundiendo a todo aquel que no era muy experimentado.
Era
un misterio melindroso que incapacitaba a afectados y delicados.
Su
atracción era irresistible. Su singularidad producía una euforia
agradable, asumida por la mayoría, que armonizaba los miembros de la
sociedad e impedía desacuerdos. En su distancia era inmensurable, su
masa no era perceptible, ni había medios para pesar su fuerza y
movimiento.
Era
el mundo feliz, era el ensueño querido. Un mundo perfecto. Nada.
“Y
si el sueño finge muros
en la llanura del tiempo, el tiempo le hace creer
que nace en aquel
momento.”
García
Lorca, Federico. La leyenda del tiempo, Así que pasen cinco años (1933).
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