"La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos;... por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”. (Miguel de Cervantes).

El destino de Guido de Anastagi

      Cerró el libro como quien cierra un antiguo mamotreto. La lectura era una actividad tediosa, sin utilidad. Él era un hombre de acción. Había leído el relato de Nastagio y la joven Traversari por ella, porque no podía resistir las peticiones que le hacía. Temía el día en que le pidiera que saltara porque saltaría. ¡Carajo!- decía- es que me gusta.
Fuente: Wikipedia

      Antes, por ella, había ido de visita al Museo del Prado cuando él quería ir de fin de semana de acampada, comer unas chuletas con vino tinto y dormir bajo las estrellas. Pero ella, y no había sabido oponerse, le había dicho, guapo, ven conmigo al Prado que quiero que veas un Botticelli. ¡Lo mismo que la acampada!
      Menos mal que ella estaba en todo. Entradas por la web. Y gente haciendo cola. ¿Para ver cuadros? Estaba perplejo.
      Ella no paraba de hablar. Le divertía y le subyugaba. Le dijo que el origen de la pinacoteca del Prado eran las colecciones reales vinculadas a la historia de España, que abarcaba pinturas desde el siglo XIII al XIX, que a ella le gustaba aprovechar un ratito de vez en cuando y ver durante ese instante uno o dos cuadros, mirarlos como una serendipia, como si fuera un hallazgo inesperado, como una cita a ciegas.
      Él se turbaba cuando le hablaba de la cita a ciegas. Sentía celos. Quedará con otro. Pensaba. Sintió celos de Botticelli, de Nastagio...y del Boccaccio que le había dicho que debía leer.
      Ella seguía hablando y comentaba que tras la colección de pintura española, la de pintura italiana era la más extensa del Prado. Que había algunas lagunas en los períodos anteriores al siglo XVI por la predilección por la pintura flamenca de reyes hispanos como Isabel la Católica, que todo cambió a partir de la llegada de Tiziano en época del primer Austria, Carlos de Gante, y que, aunque el Trecento y el Quattrocento estaban poco representados, había joyas de esa época como tres de las cuatro tablas de la historia de Nastagio degli Onesti de Botticelli. Que, más tarde, quería que leyese la novela octava de la quinta jornada del “Il Decameron”, que quería saber su impresión, que...
      Cuando llegaron al Botticelli, ella le explicaba que originalmente había pintado una cuarta tabla que pertenecía a una colección particular. Que las tablas de esta pintura decoraban las paredes de una estancia florentina. En el primer panel se apreciaba como un joven se despedía de sus amigos, se internaba en una zona boscosa para reflexionar por el desdén de su amada y remataba con la escena de mayor tamaño en la que una joven desnuda imploraba ayuda mientras era perseguida por los perros de su amante que iba a caballo. Nastagio no reaccionaba, anonadado ante la escena. A él, embelesado tanto en ella como en la pintura, le contaba como eran tan bellos los colores, pero él solo veía, únicamente, la belleza de ella.
      La segunda tabla o cuadro mostraba el terror de Nastagio al observar como el amante destripaba el corazón del cuerpo rajado por la espalda, con su caballo expectante, y los perros, a continuación, devoraban el corazón eviscerado, finalizando, y en relación con el primer pasaje, con la perpetua persecución de la mujer resucitada.
     La tercera tabla plasmaba un banquete interrumpido por el amante perseguidor y la amada perseguida, momento que era aprovechado por el enamorado Nastagio para explicar el sentido de la terrible escena. Finalizaba la tabla con la escena del avenimiento de la amante de Nastagio a sus pretensiones. En la tabla que faltaba y pertenecía a una colección privada se representaba, según creía o sabía ella, una escena nupcial.
      Esta obra de Botticelli había sido pintada para la estancia florentina de Lucrecia Bini tras su enlace con un miembro de los Pucci de Firenze, hacia 1483, actuando como mediador del enlace Lorenzo de Médicis, de la familia de banqueros que en la práctica controlaban la política de la república florentina en su máximo momento de esplendor. Las tablas habían llegado al Museo del Prado dentro del legado Cambó en 194112.
      Él salió del museo con una idea dando vueltas en su cabeza. La escena le resultaba familiar por varios motivos, ya que ella, hacía años, cuando eran adolescentes, se la había relatado en el último curso de bachillerato al estudiar historia del arte, pero, además, enlazaba con otras historias y otros protagonistas, productos de sus lecturas, charlas y vidas.
      Más tarde, cuando leyeron la novela, en medio de un humeante café negro, de “Il Decameron” de Giovanni Boccaccio contada, relatada, por Filomena, una de las jóvenes florentinas que se había retirado al campo huyendo de la peste bubónica de 1348 que asolaba Europa proveniente de la provincia china de Hubei, se dieron cuenta de que las noticias que llegaban en este 2020 tenían una resonancia antigua en la reciente denominada pandemia de coronavirus.
      Para él, los protagonistas, realmente, eran los condenados eternamente, los que se veían obligados a repetir la escena. Guido de los Anastagi y su amante. Guido como suicida y ella como mujer reacia a su amante. Desde un punto de vista actual sería imposible concebir un castigo a una mujer que decidiera por su cuenta. Obviamente el final de la novela es moralizante y acorde con la costumbre en un momento de zozobra singular como fue la epidemia de peste bubónica de mediados del siglo XIV.
      Ella había tirado del hilo conductor que le proponía para considerar como los protagonistas de Boccaccio eran obligados a repetir continuamente el castigo cruel de su amor frustrado que recordaba los castigos divinos de los dioses antiguos, de Prometeo y Sísifo, llevados al amor cortés bajomedieval.
      Por una parte la amante de Guido era desgarrada en su espalda para eviscerar su corazón que entregaban a los perros, aunque, a continuación, volvía a resucitar provocando la macabra persecución de nuevo, similar al águila que devoraba las entrañas de Prometeo, titán inmortal, por lo que se regeneraba continuamente en un proceso sin fin.
      Por otra parte, Guido se veía obligado a repetir la persecución de forma continua como cuando Sísifo subía la roca a la cima de la montaña con el pleno conocimiento de que una vez en la cima la roca volvería a caer a la base de la montaña. Un absurdo castigo, una cruel condena. 
      Recogía también, la estela de la historia de Ifis y Anaxárate en “Metamorfosis” de Ovidio3, donde ante la fría respuesta de la mujer, Ifis se quita la vida, y Anaxárate se convierte en piedra como un castigo divino por la dureza de su respuesta al amado, que no es satisfecha en vida. La conversión de Anaxárate recuerda a la mujer de Lot cuando abandona Sodoma, y, también, a la vuelta al Hades de Eurídice. Los dos casos por mirar donde no corresponde.
      La diferencia, comentaba ella y asentía él, estribaba en el origen de la lucha. Tanto Prometeo como Sísifo se habían enfrentado a los dioses o querían aminorar su poder. Su deseo era ser como Dios, algo que en los tiempos contemporáneos reflejaron las novelas románticas como Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley. La cruel historia de Guido y su amada, pintada magistralmente por Botticelli, aceptaba los castigos divinos con un afán moralizante en un período posterior a la crisis provocada por la peste bubónica, como algo contra lo que no se podía luchar porque los condenados ya habían muerto para impedirlo. Eran mortales, humanos. Y recogía la influencia de la obra de Dante en la ejemplaridad del castigo.
      Ella o él, los dos, con la diferencia de años o de siglos, llegaron a la conclusión que habrían de luchar por cambiar su destino, ahora en igualdad, admirando lo conseguido por todos los Guidos, Prometeo o Anaxárete, que en soledad o pareja luchaban contra la enormidad del futuro o contra los muros del presente.
      Finalmente, todo se transformaba, por nosotros o por los demás, o por todo lo que nos rodeaba. Nada sería igual. Ya lo decía García Lorca en la Casida VIII:
La muchacha dorada
se bañaba en el agua
y el agua se doraba”
(Casida de la muchacha dorada, Diván del Tamarit, Federico García Lorca).
      Y él se dio cuenta de que ella le quería. A su manera.
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1ONIEVA, A. J. Nueva Guía Completa del Museo del Prado. Artes Gráficas Grijelmo. Bilbao. 1979. Páginas 22-24.
3OVIDIO, Metamorfosis. Libro XIV. Versión de Antonio Ruiz de Elvira. Bruguera Clásico. Barcelona. 1984. Páginas 444-446.

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