Cultura y sociedad

El director de orquesta


     Me encontré una foto antigua, probablemente de principios del siglo XX, donde posan los miembros de la banda municipal cuando era dirigida por José Sánchez Maroto Carrasco[i]. Imagen que tiene un color añejo y sepia. Reflejaba la capacidad de armonizar distintas sensibilidades, diferentes capacidades y desiguales orígenes. Nada se regalaba, todo se ofrecía.
Orquesta/Banda Manzanares, primeras décadas siglo XX
     Bajo la batuta de alguien que debía tomar la responsabilidad, el director de la orquesta o banda se convertía en figura central. Siempre, siempre, el director tomaba ese compromiso porque sabía que era su obligación. Por mucho que los músicos tuviesen la intención de reproducir acordes, el director debía armonizar. Era el elegido, y no debía esperar que los acordes sonaran de manera armónica sin tomar ninguna acción directiva. Era la persona fiable.

    En un director de orquesta se valoran habilidades musicales junto a virtudes como el liderazgo, el carisma, el magnetismo y el buen trato para con los artistas. Su personalidad define el estilo y el carácter de toda la orquesta y sus interpretaciones musicales.
     Es una figura de autoridad que debe coordinar a toda la orquesta. El director de orquesta imprime su carácter a la interpretación y se responsabiliza de velar por una conjunción interpretativa dentro de la orquesta.
     Además de dirigir la orquesta, dirige la escena y organiza y planea los ensayos. De igual modo, elige el repertorio y el programa de interpretación.
     Los instrumentos que utiliza son su cuerpo y la batuta. Se puede utilizar solo las manos, pero lo más usual es la batuta. Depende, por tanto, de la expresividad física y capacidad para trasmitir con movimientos y miradas a músicos y público[ii].  

     El trabajo del director tomó forma alrededor del siglo XIX. Podía ser dirigida por el compositor con su clavecín o clavicémbalo. Con las representaciones y la ausencia del compositor, se recurrió a un miembro de la orquesta, el violinista o el pianista.
     Con la mayor complejidad de las obras y con el aumento de músicos que participaban en ellas, fue necesario introducir la figura de un músico que no tocase ningún instrumento para ocuparse de la concertación y la coordinación de los intérpretes, leyendo una partitura completa y dando a los músicos indicaciones gestuales, verbales y auditivas.
    Primeros directores de orquesta famosos: Louis Spohr, Carl Maria von Weber y Félix Mendelssohn. Héctor Berlioz y Richard Wagner, además, escribieron ensayos dedicados a la dirección de orquesta[iii].

     Enrique García Asensio[iv] decía que toda obra musical tiene tres elementos necesarios para que exista: creador (el compositor), ejecutante y oyente. Ninguno de estos tres elementos podría existir sin los otros dos. Pues bien, de ellos y dentro del elemento ejecutante, el director es miembro decisivo. El director es una necesidad que ha nacido a causa de la evolución de la Música. El director cobró una personalidad independiente con la aparición del Romanticismo.
     Consideraba que la misión principal del director es la de aunar en una sola inteligencia las distintas formas de interpretar una partitura por los profesores de la orquesta, músicos como él, y cómo lo puedan sentir[v].  

     Cuando alguien consigue una plaza, es designado para un puesto o se postula como la persona que organiza, dirige y armoniza un grupo, no puede dejar de actuar, de tomar decisiones. No puede desistir de cumplir sus funciones. Un jefe coordina el trabajo de un equipo y sin esa labor no se podrían cumplir objetivos ni tareas.

La lluvia de Gigliola


     Gigliola Cinquetti (Verona, Italia) cantaba La Pioggia[i] en 1969 con una alegría tan desbordante que me quedaba absorto mientras merendaba pan con chocolate. El televisor de bombillas en blanco y negro trasmitía la imagen pálida de una especie de hada maravillosa que me dejaba sin hambre, con esa voz, como maná infantil, que sustituía a la comida.
     Tal éxito tuvo que hubo una versión en español que sonaba en radio y televisión, complicando las meriendas de mi infancia. Me senté en una mesa frente al televisor que reproducía unas canciones que competían para participar en un concurso europeo. Había llovido. Llevaba unas botas katiuskas, un chubasquero azul a juego y un paraguas verde que utilizaba como una espada nada imaginaria.
     La merienda, nada más importante que la merienda. Tenía preparado pan y chocolate. Saboreaba, disfrutaba, y salió ella. Una belleza morena, dulce, maravillosa. Su asiduidad producía un efecto entre hipnótico, somnoliento, y torrencial, imposible de olvidar, con una voz de matices suaves, directos, aterciopelados, que provocaba la inmovilidad de mi cuerpo, que me impedía reaccionar. Fluía como la primera lluvia tras un periodo de sequía, y como el embriagante dulzor de la primera melodía:
     El periódico informó
Que el tiempo cambiará
Hay nubes negras en el cielo
Y los pájaros allí no volarán ya más
Por qué será
Yo no cambiaré, no, no cambiaré
Mas si el mundo loco está
No me importa a mí
La lluvia no moja nuestro amor
Cuando yo soy feliz
La lluvia, la lluvia ya no existe si me miras tú
El paraguas tíralo, pues no sirve ya
No sirve ya, no sirve ya[ii]
     En un instante, mi paraguas estaba por los suelos y mi única salvación era mis pequeñas botas katiuskas. Llovía sin parar, el mundo estaba loco, y los pájaros no volarían nunca más, pero ella me pedía que tirará el paraguas verde. Y lo tiraba. Terminaba empapado, sin merienda de pan y chocolate.
    El paraguas verde, abandonado, lloraba mojado. No era espada ni paraguas, era una ruina desolada:
    El termómetro bajó
El sol ya se ocultó
El frio ya llegó pues nuestro
Amor jamás se enfriará y no se apagará
Sabes por qué
Yo, no cambiaré, no, no cambiaré
Mas si el mundo loco está
No me importa a mí
La lluvia no moja nuestro amor
Cuando yo soy feliz
La lluvia, la lluvia ya no existe si me miras tú
El paraguas tíralo, pues no sirve ya[iii]
     No me importaba el frío o la lluvia. Construiría una cabaña con mis pequeñas y hábiles manos. Nada sería imposible. Calentaría la cabaña con maderas y carbones que iría guardando como una laboriosa hormiguita para que su voz de cigarra no dejase de cantar. Llovía, llovía, sin parar, con chiribitas. Hacía frío. Con dos maderas atadas con una cuerda o una goma elaboraría una espada para defender la cabaña. Nada dejaría a la imprevisión. Llovía, llovía.
     El paraguas verde, empapado, desvencijado, abrió sus varillas como la cola del pavo real, comenzó a volar llevado por el aire y se posó sobre la televisión.
     Había olvidado atarme a la silla. El canto de sirena de Gigliola me había seducido. Unas botas katiuskas no era defensa suficiente contra una voz embriagadora. Tenía mis pequeñas piernas empapadas, paralizadas, sin reacción. Y dejó de cantar. El paraguas verde de la esperanza me despertó de un mundo irreal, de un mundo de sueños felices.
     Abrí mis pequeños ojos, somnolientos, despiertos de un bucle hipnótico, desvelados de la ilusión y el frenesí, y vi que el aparador tenía un televisor apagado, que el paraguas estaba recogido, y que mi madre me decía: “Venga hijo, acaba la merienda, y haz la tarea”.
     La voz de Gigliola, cantando La lluvia, fue mi primera ilusión.   


El pacto de Teodomiro

    

     En el mes de Rayab, en el año 94 de la Hégira (713 d. C.), Abd al-Aziz ibn Musa ibn Nusair, hijo de Muza, firmó un pacto con el visigodo conde Teodomiro, que controlaba una zona determinada de Murcia limítrofe con la actual Alicante. Los conquistadores islámicos contaban con pocos efectivos y el territorio conquistado era extenso. El acuerdo con los vencidos fue uno de los medios más eficaces para controlar Hispania junto a la invasión militar. La debilidad del reino visigodo había posibilitado que territorios como el de Murcia gozaran de autonomía. Con el pacto, se sometía a vasallaje al territorio y se cobraban unos impuestos. A cambio se permitía mantener la religión, propiedades y costumbres a los conquistados. El acuerdo fue algo usual durante la expansión islámica. La desintegración del reino visigodo, la pasividad de la población local hispana y la ayuda de la minoría judía coadyuvaron en el éxito de la conquista de forma rápida. La costumbre del acuerdo había sido practicada con anterioridad en el norte de África.
     En el caso de no aceptar el pacto, de sometimiento, se obligaba a la sumisión que les hacía perder sus tierras, que serían ocupadas por musulmanes. Estos pactos se llevaban a cabo durante la expansión militar. Con la llegada de sucesivas oleadas de invasores, se produjo un reparto de tierras y los acuerdos fueron perdiendo valor.
     El pacto fue el siguiente:
     “En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso. Edicto de Abd al-Aziz ibn Musa ibn Nusair a Tudmir ibn Abdush [Teodomiro, hijo de los godos]. Este último obtiene la paz y recibe la promesa, bajo la garantía de Dios y su Profeta, de que su situación y la de su pueblo no se alterará; de que sus súbditos no serán muertos, ni hechos prisioneros, ni separados de sus esposas e hijos; de que no se les impedirá la práctica de su religión, y de que sus iglesias no serán quemadas ni desposeídas de los objetos de culto que hay en ellas; todo ello mientras satisfaga las obligaciones que le imponemos… no debe dar asilo a nadie que huya de nosotros o sea nuestro enemigo; ni producir daño a nadie que huya de nosotros o sea nuestro enemigo; ni producir daño a nadie que goce de nuestra amnistía; ni ocultar ninguna información sobre nuestros enemigos que puede llegar a su conocimiento. Él y sus súbditos pagarán un tributo anual”[i]
     En los peores momentos, ante una invasión, ante una catástrofe, hay un lugar para el pacto, el acuerdo, y la capitulación. ¿Es necesario llegar hasta un momento tan extremo para acordar con los desconocidos o contrarios? Teodomiro sabía que debía aceptar las condiciones para sobrevivir, pero sabía que, con la permanencia de los nuevos conquistadores, con el tiempo, aceptaría las costumbres de los invasores. De hecho, una descendiente de Teodomiro se casó con uno de los conquistadores.
     En cualquier negociación, es mejor llegar a un acuerdo, aunque tenga partes insatisfactorias, con la condición de obtener en el futuro un rédito mayor.
     El medievalista Eduardo Manzano decía en una reseña al libro de Alejandro García Sanjuán La conquista islámica de la Península Ibérica y la tergiversación del pasado, en el que se rebatían las inexactas tesis de Olagüe sobre la llegada musulmana, que la conquista islámica fue real, que se consiguió por la fuerza o por la capitulación, y que las interpretaciones posteriores obedecían a los intereses de la política omeya.[ii]  
     En la práctica, los habitantes de Hispania aceptaron las condiciones de los invasores como, antes, habían aceptado a los godos. Además, vinieron más musulmanes que godos, y estuvieron más tiempo.


[i] Ibn Idari, Kitab al-bayan al-mugrib fi ajbar muluk al-Ándalus wa-l-Magrib, ed. y trad. F. Maíllo Salgado. La caída del califato de Córdoba y los reyes de taifas. Salamanca: Universidad, Estudios Árabes e Islámicos, 1993.
[ii] MANZANO, E.: De cómo los árabes realmente invadieron Hispania. AL-QANTARA, XXV 1, enero-junio 2014, páginas 311-319.

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