"La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos;... por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”. (Miguel de Cervantes).

La lluvia de Gigliola


     Gigliola Cinquetti (Verona, Italia) cantaba La Pioggia[i] en 1969 con una alegría tan desbordante que me quedaba absorto mientras merendaba pan con chocolate. El televisor de bombillas en blanco y negro trasmitía la imagen pálida de una especie de hada maravillosa que me dejaba sin hambre, con esa voz, como maná infantil, que sustituía a la comida.
     Tal éxito tuvo que hizo una versión en español que sonaba en radio y televisión y que complicaba mis meriendas en época de desarrollo. Me sentaba en la mesa frente al aparador donde el televisor reproducía unas canciones que competían para participar en un concurso europeo. Había llovido. Llevaba unas botas katiuskas, un chubasquero azul a juego y un paraguas verde que utilizaba como una espada nada imaginaria.
     La merienda, nada más importante que la merienda. Tenía preparado pan y chocolate. Saboreaba, disfrutaba, y salió ella. Una belleza morena, dulce, maravillosa. Su asiduidad producía un efecto entre hipnótico, somnoliento, y torrencial, imposible de olvidar, con una voz de matices suaves, directos, aterciopelados, que provocaba la inmovilidad de mi cuerpo, que me impedía reaccionar. Fluía como la primera lluvia tras un periodo de sequía, y como el embriagante dulzor de la primera melodía:
     El periódico informó
Que el tiempo cambiará
Hay nubes negras en el cielo
Y los pájaros allí no volarán ya más
Por qué será
Yo no cambiaré, no, no cambiaré
Mas si el mundo loco está
No me importa a mí
La lluvia no moja nuestro amor
Cuando yo soy feliz
La lluvia, la lluvia ya no existe si me miras tú
El paraguas tíralo, pues no sirve ya
No sirve ya, no sirve ya[ii]
     En un instante, mi paraguas estaba por los suelos y mi única salvación era mis pequeñas botas katiuskas. Llovía sin parar, el mundo estaba loco, y los pájaros no volarían nunca más, pero ella me pedía que tirará el paraguas verde, y lo tiraba. Terminaba empapado, sin merienda de pan y chocolate.
    El paraguas verde, empapado, lloraba de abandono. No era espada ni paraguas, parecía una ruina desolada:
    El termómetro bajó
El sol ya se ocultó
El frio ya llegó pues nuestro
Amor jamás se enfriará y no se apagará
Sabes por qué
Yo, no cambiaré, no, no cambiaré
Mas si el mundo loco está
No me importa a mí
La lluvia no moja nuestro amor
Cuando yo soy feliz
La lluvia, la lluvia ya no existe si me miras tú
El paraguas tíralo, pues no sirve ya[iii]
     No me importaba el frío o la lluvia. Construiría una cabaña con mis pequeñas y hábiles manos. Nada sería imposible. Calentaría la cabaña con maderas y carbones que iría guardando como laboriosa hormiguita para que su voz de cigarra no dejase de cantar. Llovía, llovía, sin parar, con chiribitas. Hacía frío. Con dos maderas atadas con una cuerda o una goma elaboraría una espada para defender la cabaña. Nada se dejaría a la imprevisión. Llovía, llovía.
     El paraguas verde, empapado, desvencijado, abrió sus varillas como la cola del pavo real, comenzó a volar llevado por el aire y se posó sobre la televisión.
     Había olvidado atarme a la silla. El canto de sirena de Gigliola me había seducido. Unas botas katiuskas no era defensa suficiente contra una voz embriagadora. Tenía mis pequeñas piernas empapadas, paralizadas, sin reacción. Y dejó de cantar. El paraguas verde de la esperanza me despertó de un mundo irreal, de un mundo de sueños felices.
     Abrí mis pequeños ojos, somnolientos, despiertos de un bucle hipnótico, desvelados de la ilusión y el frenesí, y vi que el aparador tenía un televisor apagado, que el paraguas estaba recogido, y que mi madre me decía: “Venga hijo, acaba la merienda, y haz la tarea”.
     La voz de Gigliola, cantando La lluvia, fue mi primera ilusión.   


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