Gigliola
Cinquetti (Verona, Italia) cantaba La
Pioggia[i]
en 1969 con una alegría tan desbordante que me quedaba absorto mientras
merendaba pan con chocolate. El televisor de bombillas en blanco y negro
trasmitía la imagen pálida de una especie de hada maravillosa que me dejaba
sin hambre, con esa voz, como maná infantil, que sustituía a la comida.
Tal éxito tuvo
que hubo una versión en español que sonaba en radio y televisión, complicando las meriendas de mi infancia. Me senté en una mesa frente al televisor que reproducía unas canciones que competían para participar en
un concurso europeo. Había llovido. Llevaba unas botas katiuskas, un
chubasquero azul a juego y un paraguas verde que utilizaba como una espada nada
imaginaria.
La merienda, nada
más importante que la merienda. Tenía preparado pan y chocolate. Saboreaba, disfrutaba,
y salió ella. Una belleza morena, dulce, maravillosa. Su asiduidad producía un
efecto entre hipnótico, somnoliento, y torrencial, imposible de olvidar, con
una voz de matices suaves, directos, aterciopelados, que provocaba la
inmovilidad de mi cuerpo, que me impedía reaccionar. Fluía como la primera
lluvia tras un periodo de sequía, y como el embriagante dulzor de la primera
melodía:
“El periódico informóQue el tiempo cambiaráHay nubes negras en el cieloY los pájaros allí no volarán ya másPor qué seráYo no cambiaré, no, no cambiaréMas si el mundo loco estáNo me importa a míLa lluvia no moja nuestro amorCuando yo soy felizLa lluvia, la lluvia ya no existe si me miras túEl paraguas tíralo, pues no sirve yaNo sirve ya, no sirve ya[ii]”
En un instante,
mi paraguas estaba por los suelos y mi única salvación era mis pequeñas botas
katiuskas. Llovía sin parar, el mundo estaba loco, y los pájaros no volarían
nunca más, pero ella me pedía que tirará el paraguas verde. Y lo tiraba. Terminaba
empapado, sin merienda de pan y chocolate.
El paraguas verde, abandonado, lloraba mojado. No era espada ni paraguas, era una ruina
desolada:
“El termómetro bajóEl sol ya se ocultóEl frio ya llegó pues nuestroAmor jamás se enfriará y no se apagaráSabes por quéYo, no cambiaré, no, no cambiaréMas si el mundo loco estáNo me importa a míLa lluvia no moja nuestro amorCuando yo soy felizLa lluvia, la lluvia ya no existe si me miras túEl paraguas tíralo, pues no sirve ya[iii]”
No me importaba
el frío o la lluvia. Construiría una cabaña con mis pequeñas y hábiles manos.
Nada sería imposible. Calentaría la cabaña con maderas y carbones que iría
guardando como una laboriosa hormiguita para que su voz de cigarra no dejase de
cantar. Llovía, llovía, sin parar, con chiribitas. Hacía frío. Con dos maderas
atadas con una cuerda o una goma elaboraría una espada para defender la cabaña.
Nada dejaría a la imprevisión. Llovía, llovía.
El paraguas
verde, empapado, desvencijado, abrió sus varillas como la cola del pavo real,
comenzó a volar llevado por el aire y se posó sobre la televisión.
Había olvidado
atarme a la silla. El canto de sirena de Gigliola me había seducido. Unas botas
katiuskas no era defensa suficiente contra una voz embriagadora. Tenía mis pequeñas
piernas empapadas, paralizadas, sin reacción. Y dejó de cantar. El paraguas
verde de la esperanza me despertó de un mundo irreal, de un mundo de sueños
felices.
Abrí mis pequeños
ojos, somnolientos, despiertos de un bucle hipnótico, desvelados de la ilusión
y el frenesí, y vi que el aparador tenía un televisor apagado, que el paraguas
estaba recogido, y que mi madre me decía: “Venga hijo, acaba la merienda, y haz
la tarea”.
La voz de
Gigliola, cantando La lluvia, fue mi
primera ilusión.
[i] https://www.youtube.com/watch?v=TzzCHwKGycY Autores de la canción: Corrado Conti / Daniele Pace / Mario Panzeri /
Gianni Ernesto Argenio
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