"La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos;... por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”. (Miguel de Cervantes).

La vida se decide en un instante


     El seguía allí con su brazo derecho magullado. Tenía el pelo revuelto, sudoroso y agitado. El aire era espeso en un mediodía de bochorno primaveral, casi veraniego. En la cuneta, llena de hierbas y matorrales, las ratas campaban libremente comiendo los desperdicios que los viajeros arrojaban sin educación desde sus coches. El ruido de la carretera parecía lejano, distante. Oyó los pitidos de los coches, las voces y los gritos de la gente, como si no fuera con él.
     Soltó el brazo que había apoyado de forma instintiva e inútil en la guantera y miró a su padre. Tenía los ojos abiertos, llenos de polvo de tierra de barbecho. Estaba quieto, no reaccionaba. Se desabrochó el cinturón de seguridad, salió del coche y se dirigió hacia su puerta. Temía una explosión en cualquier momento. Se habían precipitado contra la cuneta dando dos vueltas laterales completas. Ningún objeto del interior impactó en sus cuerpos.
     Seguía impávido, traspuesto, fuera de la realidad. Rápidamente le desabrochó el cinturón y tiró de su cuerpo con una energía superior que ya no era física, que ya no era real. No conducía porque había tenido una caída en el trabajo diez días antes y llevaba la mano derecha vendada. Poco le importó en ese momento el dolor del brazo mientras tiraba de su cuerpo. Fueron recobrando la conciencia del momento y se dirigieron al borde de la carretera, alejándose del lugar donde había quedado el coche. Inmóvil, destrozado. Siniestro.
     Era una bajada de azúcar o una bajada de tensión. Habían salido muy temprano, querían volver a comer, y las altas temperaturas habían amodorrado al conductor. Cuando adelantaba al camión, el vehículo se fue hacía la mediana. Cuando le miró, estaba dormido.
     - Papa, despierta.
     Abrió los ojos. Se dirigía a la mediana de la autovía. Dio un volantazo y, es posible, un frenazo. El coche acababa de adelantar un camión. Tomó dirección del descampado con la velocidad inadecuada, hacia el barbecho, con un posible intento de otra frenada brusca.
     Se precipitó hacia la cuneta de forma lateral y empezó a dar vueltas, reteniéndose en la relativa blandura falsa del barbecho, en un instante, lentísimo en el interior del coche, de pocos segundos. Eternos en su rapidez. Como cámara lenta. No acababa nunca. Los cuerpos sujetos al cinturón oscilaban al ritmo del coche, dando vueltas. Cogiendo distancia con la vida y su cómputo. El polvo entraba por todos sitios como si quisiera tragar a los viajeros. Los objetos del coche tomaban vida propia en distintas direcciones.
     De pronto, el coche dio una vuelta final, golpeó contra el suelo con sus llantas y se paró a treinta metros de la base de un puente. Su inercia parecía temer la barrera física que podía acabar definitivamente con su estructura.
     Estaban rebozados de un blanco térreo, ingenuos, cándidos de su suerte, como esos santones hindúes, traspuestos en su mística, sin percibir ni ser conscientes de la realidad y de lo ocurrido.
     Habían renacido tras ver una película de peligro en la que eran actores posiblemente finitos, limitados. Pero, salvo algún golpe, sanos y, sobre todo, vivos.  
     Parecían sardinas rebozadas de harina de tierra, listas para una sartén y un plato.
     Durante ese instante en que pensaron perder la vida, no recordaban ni las reuniones del fin de semana ni que el domingo de ese principio de junio habían acudido a votar. Se habían celebrado elecciones generales en España. Las más disputadas desde 1979. Felipe González había ganado con algo menos del 38% de los votos a José María Aznar que había conseguido un porcentaje cercano al 35%. El ganador reconoció que, pese a su victoria, había recibido un aviso de sus electores con la frase: “he entendido el mensaje de los ciudadanos: quieren el cambio del cambio”. Tras estas elecciones se percibieron los cambios producidos en los dos partidos mayoritarios. En el PSOE se consolidaban los renovadores ante los guerristas y se incorporaban los juristas Garzón, Belloch y Pérez Mariño. En el PP desaparecían los miembros de la vieja guardia, recibían antiguos miembros de UCD y se consolidaba la generación de su líder tras ganar tres millones de votos.
     En cuanto a Izquierda Unida y CDS, el primero no superaba la expectativa y  el segundo casi desaparecía. Felipe González gobernó con el apoyo de Convergencia i Unió[i].
     Todo esto tenía un sentido lejano o distante para ellos. La vida cobraba un valor distinto porque eran conscientes de su carácter perecedero. Tanto para el ejercicio de la responsabilidad como para el uso del disfrute. La vida se decide en un instante.



[i]  MARIN, J. M., MOLINERO, C. e YSÀS, P.: Historia Política de España, 1939-2000. Istmo. Madrid. 2001.   Páginas 433-436

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