El seguía allí con su brazo derecho magullado. Tenía el pelo
revuelto, sudoroso y agitado. El aire era espeso en un mediodía de bochorno primaveral,
casi veraniego. En la cuneta, llena de hierbas y matorrales, las ratas campaban
libremente comiendo los desperdicios que los viajeros arrojaban sin educación
desde sus coches. El ruido de la carretera parecía lejano, distante. Oyó los
pitidos de los coches, las voces y los gritos de la gente, como si no fuera con
él.
Soltó el brazo
que había apoyado de forma instintiva e inútil en la guantera y miró a su
padre. Tenía los ojos abiertos, llenos de polvo de tierra de barbecho. Estaba
quieto, no reaccionaba. Se desabrochó el cinturón de seguridad, salió del coche
y se dirigió hacia su puerta. Temía una explosión en cualquier momento. Se
habían precipitado contra la cuneta dando dos vueltas laterales completas.
Ningún objeto del interior impactó en sus cuerpos.
Seguía impávido,
traspuesto, fuera de la realidad. Rápidamente le desabrochó el cinturón y tiró
de su cuerpo con una energía superior que ya no era física, que ya no era real.
No conducía porque había tenido una caída en el trabajo diez días antes y
llevaba la mano derecha vendada. Poco le importó en ese momento el dolor del
brazo mientras tiraba de su cuerpo. Fueron recobrando la conciencia del momento
y se dirigieron al borde de la carretera, alejándose del lugar donde había
quedado el coche. Inmóvil, destrozado. Siniestro.
Era una bajada de
azúcar o una bajada de tensión. Habían salido muy temprano, querían volver a
comer, y las altas temperaturas habían amodorrado al conductor. Cuando
adelantaba al camión, el vehículo se fue hacía la mediana. Cuando le miró, estaba
dormido.
- Papa,
despierta.
Abrió los ojos.
Se dirigía a la mediana de la autovía. Dio un volantazo y, es posible, un
frenazo. El coche acababa de adelantar un camión. Tomó dirección del descampado
con la velocidad inadecuada, hacia el barbecho, con un posible intento de otra frenada
brusca.
Se precipitó
hacia la cuneta de forma lateral y empezó a dar vueltas, reteniéndose en la
relativa blandura falsa del barbecho, en un instante, lentísimo en el interior
del coche, de pocos segundos. Eternos en su rapidez. Como cámara lenta. No
acababa nunca. Los cuerpos sujetos al cinturón oscilaban al ritmo del coche,
dando vueltas. Cogiendo distancia con la vida y su cómputo. El polvo entraba
por todos sitios como si quisiera tragar a los viajeros. Los objetos del coche
tomaban vida propia en distintas direcciones.
De pronto, el
coche dio una vuelta final, golpeó contra el suelo con sus llantas y se paró a
treinta metros de la base de un puente. Su inercia parecía temer la barrera
física que podía acabar definitivamente con su estructura.
Estaban rebozados
de un blanco térreo, ingenuos, cándidos de su suerte, como esos santones
hindúes, traspuestos en su mística, sin percibir ni ser conscientes de la
realidad y de lo ocurrido.
Habían renacido
tras ver una película de peligro en la que eran actores posiblemente finitos,
limitados. Pero, salvo algún golpe, sanos y, sobre todo, vivos.
Parecían sardinas
rebozadas de harina de tierra, listas para una sartén y un plato.
Durante ese
instante en que pensaron perder la vida, no recordaban ni las reuniones del fin
de semana ni que el domingo de ese principio de junio habían acudido a votar. Se
habían celebrado elecciones generales en España. Las más disputadas desde 1979.
Felipe González había ganado con algo menos del 38% de los votos a José María
Aznar que había conseguido un porcentaje cercano al 35%. El ganador reconoció
que, pese a su victoria, había recibido un aviso de sus electores con la frase:
“he entendido el mensaje de los ciudadanos: quieren el cambio del cambio”. Tras
estas elecciones se percibieron los cambios producidos en los dos partidos
mayoritarios. En el PSOE se consolidaban los renovadores ante los guerristas y
se incorporaban los juristas Garzón, Belloch y Pérez Mariño. En el PP
desaparecían los miembros de la vieja guardia, recibían antiguos miembros de
UCD y se consolidaba la generación de su líder tras ganar tres millones de
votos.
En cuanto a
Izquierda Unida y CDS, el primero no superaba la expectativa y el segundo casi desaparecía. Felipe González
gobernó con el apoyo de Convergencia i Unió[i].
Todo esto tenía
un sentido lejano o distante para ellos. La vida cobraba un valor distinto
porque eran conscientes de su carácter perecedero. Tanto para el ejercicio de
la responsabilidad como para el uso del disfrute. La vida se decide en un
instante.
[i] MARIN, J. M., MOLINERO, C. e YSÀS, P.:
Historia Política de España, 1939-2000. Istmo. Madrid. 2001. Páginas 433-436
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