Cultura y sociedad

La piel de serpiente

    

    016 es el teléfono de atención a las víctimas de violencia de género. No se rastrea. El 112 es el teléfono de emergencias. Ayude a las víctimas.

     Poco jugo sacaron de sus palabras tras el último interrogatorio. Estaba claro. La jugada nunca podía salir bien. Se habían juntado los negocios con las falsas apariencias. Y la violencia. Una violencia disimulada, silenciosa, exquisita. Con sordina. Doblegando la voluntad, la capacidad de reacción.
     Él decía, se repetía: Se me ha ido de las manos. Seguía mintiendo tras la detención. Con una habilidad refinada. Sin embargo, había pensado llegar hasta las últimas consecuencias. Con las dos. Incluso matarlas, una vez sacado el beneficio.
     Le decía: Te quiero, pero, obvio, nada sentía. En su forma de pensar, ellas, eran su propiedad, una finca más que conseguir. Si, las dos. Tenía una amoralidad sibilina, de modales educados, con escasa empatía emocional y social.
     Nada nuevo. Otro que creía que tenía un juro o derecho sobre lo que quería. Así la trataba, así las cuidaba. Su aspecto era taimado, su mirada atrayente. Su forma de hablar era una música envolvente. Un canto de sirena, un Orfeo reencarnado.
     Había intentado revestir todo de un bello jaez. Ninguna situación era inicialmente previsible. El manejo de los sentimientos había sido un factor de conjunción entre ellos, pero el mantenimiento del antojo, verdadero o, seguramente, falso, creaba un objeto desestabilizante que podía llevar o reconducir sus deseos a un final ajeno al planteamiento ejecutado. Era él o nadie. A ella le llamaba, tiernamente, “encanto”.
     Nunca, jamás utilizó otros artificios. Nunca, jamás pensó que tendría coraje para la cobardía final, pero estaba allí, presente, si era necesario.
     Como un antiguo juglar medieval, la engatusó con sus cantos, poemas y medias verdades, lisonjeó su vanidad y su belleza, real, pero hasta un extremo que, cualquiera que no fuese ella, apreciaría que un enjuague, que un engaño, en marcha, estaba presente.  
     Permanecían juntos como gemelos como pareja. Todo lo compartían. Hasta el exceso, con la misma pinta, con la misma jeta. Con un plan definido. Regurgitaba sentimientos, como una bola, impresentables, pues quería, deseaba y podía dominar su personalidad para después sustraer todas sus propiedades. Esos modales educados, ese desprendimiento excesivo era de una violencia moral inusitada porque anulaba su personalidad y limitaba su raciocinio. Mucho humo de adormidera, mucha paja ardiendo de olores embriagadores, invisibles pero reales. No daba lugar a un quejido, no daba lugar a unas lágrimas con las que enjugar con un pañuelo. Anulada, encogida, sin voz, por un amor que ella profesaba, por una dominación que él ejercía.
     Su familia, sus amigos le aconsejaron, le advirtieron. Unos, sobre su amistad, sobre su relación. Era poco recomendable. Otros, sobre su actitud pasiva ante el ejercicio posesivo. Se lo dijeron. Lo negaba. 
     De forma gradual perdía su voluntad.  Ella nada creía. A nadie prestaba atención. Únicamente él ejercía atención y dominio sobre ella. Colmaba sus ojos, sus atenciones, de forma plena. Cada capricho, cada júbilo, cada placer. No dejaba que otra persona se acercara a ella más de un tiempo limitado. Un control obsesivo le iba rodeando, como un fortín, como un extraño cobijo. Como un horno.   
     Un día, una jornada cualquiera, quiso salir. No importaba dónde. Ni tenía que manifestar por qué. Cuando iba a salir, él pretextó varias razones para estar con ella o, en su caso, hacer las gestiones que tuviera que hacer como un favor, como un detalle. Además, ¿qué necesidad tenía ella de preocuparse? Ya estaba él. Ella no precisaba salir.
    ¿A quién tienes que ver? ¿Con quién hablaba? ¿Quiénes eran sus amigas? Le decía.
    Él iba a donde quería. Se reunía con sus amigos, entablaba amistades con los amigos de ella. La disculpaba cuando no le acompañaba. Argüía que no salía porque no se encontraba bien. Eso argumentaba. Por el contrario, él podía llegar a cualquier hora. Comido, bebido, deseoso, sin avisar. Sin problema, sin decir nada. La poseía.
     Cuando tuvieron su hija, él no estaba. Tras el parto, apareció muy contento con unas copas de más. Le regaló unas flores y una pulsera. Le besó con agrado. Con ese agrado oloroso, espirituoso, de ginebra. Feliz. La dejó sola con la niña. Se fue a dormir su exceso. Mientras se adormecía se dijo, mala suerte, una niña, en medio de un eructo alcohólico.
     Ella con la felicidad del parto de su hija, ocupada en las necesidades de su criatura, la que había concebido con él, no tardó en olvidar su ausencia.
    Como estaba ocupada con el cuidado de su hija, fue delegando la administración de sus propiedades en él. Le dio un poder para actuar ante bancos y administraciones. No podía seguir el control de todo. Ya se ocupaba él.
     Cuando cumplió su hija un año organizaron una fiesta con muchos juegos. Encargaron una tarta de fresa y nata con una vela naranja y unos globos de colores. Invitaron a tíos y primos, a sus abuelos, y alguna amiga de ella. Se adornó toda la casa con guirnaldas y bombillas.
     La fiesta empezó a las siete. Todos llegaron menos él. Pasó una hora y otra. No llegó ni esa noche ni ninguna. No se volvió a ocupar de ella. Nunca más, ni de su hija. No se hizo responsable. Nada ni nadie le importaba.
     Ella, días más tarde, se enteró que todas sus propiedades estaban hipotecadas. Sus cuentas sin liquidez, vacías, despejadas de todo lo que poseía. Presentó una denuncia.
     Tiempo después fue detenido. Manifestó que no había hecho nada. Dijo que la familia de ella le había expulsado. Se declaró insolvente. Nada estaba a su nombre, nada había dejado, aunque seguía impecable, moreno, encantador, con sangre fría.
     En el juicio alegó mala gestión, gastos inesperados, falta de ayuda tanto de ella como de sus familiares. Que nunca le habían querido. Que él se había sacrificado.
     Las investigaciones policiales no dieron su fruto. Nada estaba a su nombre. Durante el juicio no se pudo demostrar mala atención a su familia. Nada les había faltado. Nada les quedaba ya.
     Había seguido con la misma jerarquía de placeres en su vida. Fue condenado por mala gestión y abandono del hogar. Penas no graves. No se pudo demostrar más.
    La serpiente siguió reptando durante más años. Mudó la piel, cambió de lugar. Siguió con los engaños. Más viejo, más huraño.
    Un día salió a comer. Fue todo muy rápido. Le pidieron fuego. No fumaba. Le pidieron algo de dinero. Y los despreció. Mira en tus bolsillos. Déjame tranquilo, dijo, mientras desplazaba a uno de ellos con su blanca mano. Otro lo empujó contra la pared, y cayó al suelo tras un golpe seco en la cabeza. Lo patearon. Le reventaron el cráneo. Lo desangraron.
    Cuando las asistencias llegaron, ya era demasiado tarde, hubiera sido un milagro. Nunca se supo que le habían robado porque nada tenía y nada le dejaron. Nada se esperaba. Sólo una piel. La piel de una serpiente. Reptando.

La devolución de España

    

     - Desde Florida Park de Madrid, ¡señoras y señores, saludos y buenas noches!
     José María Íñigo se dirigía a un público ávido y deseoso de conocer que ocurría esa noche de miércoles, larga y simbólica, de la historia de España. De la historia de sus ciudadanos, expectantes, tras el ejercicio de un derecho básico en las democracias y en la historia contemporánea: El derecho al voto en elecciones con competencia de distintas candidaturas.
     El bigote del presentador se había hecho famoso en los hogares de los espectadores de las dos únicas cadenas de televisión en los años setenta. Conseguía unas audiencias millonarias con un impacto mediático indiscutible. La televisión se convertía en el medio de comunicación de masas por excelencia y en esa noche, previa al verano, no faltó a la cita con sus seguidores.
     Tras la muerte de Franco, Suárez convocó elecciones generales el 15 de junio de 1977. Mientras se contaban los votos, la televisión pública emitió un especial de Esta Noche Fiesta, que Íñigo dirigía y presentaba desde el Florida Park, en el parque del Retiro de Madrid. Entre las actuaciones musicales de Julio Iglesias, Manolo Escobar, Lolita, Susana Estrada, Bigote Arrocet, o Pepe da Rosa, el presentador conectaba con el Palacio de Exposiciones y Congresos para suministrar datos del escrutinio de las votaciones. Un especial de casi cinco horas[i] que no llegó a conocer los resultados finales de la votación, que serían públicos al día siguiente.   
     El Real Decreto 679/1977, de 15 de abril, convocaba elecciones generales a Cortes Españolas, seis días después de la legalización del Partido Comunista de España. Un centenar de partidos se presentó a las primeras elecciones tras la muerte del dictador. Se excluyó de la disputa electoral a carlistas, partidos de extrema izquierda y republicanos[ii].
     Los resultados[iii]dieron la victoria a los partidos moderados de derecha e izquierda. La participación fue del 78%, la cual fue considerada como alta debido al deseo de participar de los españoles en el proceso de transición a la democracia.
     Unión del Centro Democrático era una coalición de pequeños grupos políticos demócrata-cristianos, liberales, socialdemócratas y regionalistas junto a políticos provenientes del Movimiento Nacional. Su líder era Adolfo Suárez. Obtuvo 165 diputados, el 34%. Consiguió el segundo lugar, el Partido Socialista Obrero Español con 118 diputados, el 29%. Su líder Felipe González era el secretario general del partido que, en 1973, había vencido a la vieja guardia del partido en el congreso de Suresnes.
    El PCE-PSUC, comunistas, que obtuvo 20 escaños, estaba liderado por Santiago Carrillo. Se presentó a las elecciones con dirigentes históricos como Dolores Ibárruri, Simón Sánchez Montero, Marcelino Camacho y Rafael Albertí, que no consiguieron trasmitir a los electores que su partido
había sido la oposición a la dictadura y porque estaban muy identificados con el pasado ante el empuje socialista.
     En cuarto lugar, quedó el partido liderado por Manuel Fraga, con 16 escaños. En sus candidaturas participaban varios ministros franquistas. También fueron identificados con el pasado, pero, en este caso, más reciente, que se pretendía abandonar.
     Las minorías nacionalistas catalana y vasca obtuvieron 11 y 8 escaños, respectivamente.
Adolfo Suárez. Foto: La Vanguardia.
     Javier Tusell citaba a Julián Marías al decir que se había producido la devolución de España[iv] con esa ruptura pactada que supuso la elección de 15 de junio de 1977 por el carácter constituyente de las Cortes. Para Tusell los resultados de las elecciones reflejaban un multipartidismo, pero la realidad ha demostrado que se estaba gestando el bipartidismo imperfecto[v] que ha dominado la política española hasta 2015. Los partidos moderados vencedores en estos comicios constituían el 63% de los votos y su traslación a escaños trasmitía esa imagen de manera mucho más clara al obtener 283 escaños de los 350 diputados del Congreso, y la mayoría en el Senado, de forma abrumadora, entre los dos primeros.     
     La legislatura duró dos años con el mismo ritmo acelerado de la historia política que se estaba produciendo desde el verano de 1976. La transición era reflejo del fenómeno de la tercera ola democrática que se estaba produciendo desde el sur de Europa con Grecia, Portugal y España, que había pasado casi simultáneamente a América Latina, después a algunos países de Asia como Filipinas, y, a finales de los ochenta, a los países del este europeo[vi].
    Al final del programa especial de Esta Noche Fiesta, José María Íñigo se despedía señalando la transcendencia del día como “la más larga noche para todos y para España”, recordando a los que seguían contando votos por todos, escrutando los designios del futuro de España, y a los periodistas y miembros de juntas electorales y partidos que actuaban de notarios del momento.
     Los tres paraguayos, con unos trajes vistosos, pusieron fin al programa cantando ‘Pájaro chogui’.  
     Al día siguiente, jueves 16 de junio de 1977, volvía a actuar Julio Iglesias en Florida Park, animando las cenas de la sala de fiestas, de un país cambiante y cambiado, que disfrutaba de películas más ligeras y atrevidas para la época como La lozana andaluza de Vicente Escrivá, que se exhibía con gran éxito por esas fechas en el madrileño cine Avenida. 600.000 espectadores habían presenciado la adaptación de la obra del renacentista Francisco Delicado.
    El protagonista, en suma y definitiva, era el pueblo español, que en masa salió a votar, convencido y deseoso de conseguir una democracia homologable a Europa.


[ii] MATEOS LÓPEZ, A.: ‘Transición y consolidación democráticas, 1975-1982’ en Historia Contemporánea de España desde 1923. Editorial Universitaria Ramón Areces. Madrid. 2011. Páginas 149-170.
[iv] TUSELL, J.: La Transición española a la democracia. Historia 16. Madrid. 1999. Páginas 82-89.
[v] MARÍN, J. M. y otros.: Historia política 1939-2000. Istmo. Madrid. 2001. Páginas 277-279.
[vi] AVILÉS, J. y SEPÚLVEDA, I.: Historia del Mundo Actual. De la caída del Muro a la gran recesión. Síntesis. Madrid. 2010. Página 104.

La vida se decide en un instante


     El seguía allí con su brazo derecho magullado. Tenía el pelo revuelto, sudoroso y agitado. El aire era espeso en un mediodía de bochorno primaveral, casi veraniego. En la cuneta, llena de hierbas y matorrales, las ratas campaban libremente comiendo los desperdicios que los viajeros arrojaban sin educación desde sus coches. El ruido de la carretera parecía lejano, distante. Oyó los pitidos de los coches, las voces y los gritos de la gente, como si no fuera con él.
     Soltó el brazo que había apoyado de forma instintiva e inútil en la guantera y miró a su padre. Tenía los ojos abiertos, llenos de polvo de tierra de barbecho. Estaba quieto, no reaccionaba. Se desabrochó el cinturón de seguridad, salió del coche y se dirigió hacia su puerta. Temía una explosión en cualquier momento. Se habían precipitado contra la cuneta dando dos vueltas laterales completas. Ningún objeto del interior impactó en sus cuerpos.
     Seguía impávido, traspuesto, fuera de la realidad. Rápidamente le desabrochó el cinturón y tiró de su cuerpo con una energía superior que ya no era física, que ya no era real. No conducía porque había tenido una caída en el trabajo diez días antes y llevaba la mano derecha vendada. Poco le importó en ese momento el dolor del brazo mientras tiraba de su cuerpo. Fueron recobrando la conciencia del momento y se dirigieron al borde de la carretera, alejándose del lugar donde había quedado el coche. Inmóvil, destrozado. Siniestro.
     Era una bajada de azúcar o una bajada de tensión. Habían salido muy temprano, querían volver a comer, y las altas temperaturas habían amodorrado al conductor. Cuando adelantaba al camión, el vehículo se fue hacía la mediana. Cuando le miró, estaba dormido.
     - Papa, despierta.
     Abrió los ojos. Se dirigía a la mediana de la autovía. Dio un volantazo y, es posible, un frenazo. El coche acababa de adelantar un camión. Tomó dirección del descampado con la velocidad inadecuada, hacia el barbecho, con un posible intento de otra frenada brusca.
     Se precipitó hacia la cuneta de forma lateral y empezó a dar vueltas, reteniéndose en la relativa blandura falsa del barbecho, en un instante, lentísimo en el interior del coche, de pocos segundos. Eternos en su rapidez. Como cámara lenta. No acababa nunca. Los cuerpos sujetos al cinturón oscilaban al ritmo del coche, dando vueltas. Cogiendo distancia con la vida y su cómputo. El polvo entraba por todos sitios como si quisiera tragar a los viajeros. Los objetos del coche tomaban vida propia en distintas direcciones.
     De pronto, el coche dio una vuelta final, golpeó contra el suelo con sus llantas y se paró a treinta metros de la base de un puente. Su inercia parecía temer la barrera física que podía acabar definitivamente con su estructura.
     Estaban rebozados de un blanco térreo, ingenuos, cándidos de su suerte, como esos santones hindúes, traspuestos en su mística, sin percibir ni ser conscientes de la realidad y de lo ocurrido.
     Habían renacido tras ver una película de peligro en la que eran actores posiblemente finitos, limitados. Pero, salvo algún golpe, sanos y, sobre todo, vivos.  
     Parecían sardinas rebozadas de harina de tierra, listas para una sartén y un plato.
     Durante ese instante en que pensaron perder la vida, no recordaban ni las reuniones del fin de semana ni que el domingo de ese principio de junio habían acudido a votar. Se habían celebrado elecciones generales en España. Las más disputadas desde 1979. Felipe González había ganado con algo menos del 38% de los votos a José María Aznar que había conseguido un porcentaje cercano al 35%. El ganador reconoció que, pese a su victoria, había recibido un aviso de sus electores con la frase: “he entendido el mensaje de los ciudadanos: quieren el cambio del cambio”. Tras estas elecciones se percibieron los cambios producidos en los dos partidos mayoritarios. En el PSOE se consolidaban los renovadores ante los guerristas y se incorporaban los juristas Garzón, Belloch y Pérez Mariño. En el PP desaparecían los miembros de la vieja guardia, recibían antiguos miembros de UCD y se consolidaba la generación de su líder tras ganar tres millones de votos.
     En cuanto a Izquierda Unida y CDS, el primero no superaba la expectativa y  el segundo casi desaparecía. Felipe González gobernó con el apoyo de Convergencia i Unió[i].
     Todo esto tenía un sentido lejano o distante para ellos. La vida cobraba un valor distinto porque eran conscientes de su carácter perecedero. Tanto para el ejercicio de la responsabilidad como para el uso del disfrute. La vida se decide en un instante.



[i]  MARIN, J. M., MOLINERO, C. e YSÀS, P.: Historia Política de España, 1939-2000. Istmo. Madrid. 2001.   Páginas 433-436

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