Cerró
el libro como quien cierra un antiguo mamotreto. La lectura era una
actividad tediosa, sin utilidad. Él era un hombre de acción. Había leído el relato de Nastagio y la joven Traversari por ella, porque
no podía resistir las peticiones que le hacía. Temía el día en
que le pidiera que saltara porque saltaría. ¡Carajo!- decía- es
que me gusta.
Fuente: Wikipedia |
Antes, por ella, había ido de visita al Museo del Prado cuando él quería ir de fin de
semana de acampada, comer unas chuletas con vino tinto y dormir
bajo las estrellas. Pero ella, y no había sabido oponerse, le había
dicho, guapo, ven conmigo al Prado que quiero que veas un Botticelli.
¡Lo mismo que la acampada!
Menos
mal que ella estaba en todo. Entradas por la web. Y gente haciendo
cola. ¿Para ver cuadros? Estaba perplejo.
Ella
no paraba de hablar. Le divertía y le subyugaba. Le dijo que el
origen de la pinacoteca del Prado eran las colecciones reales
vinculadas a la historia de España, que abarcaba pinturas desde el
siglo XIII al XIX, que a ella le gustaba aprovechar un ratito de vez
en cuando y ver durante ese instante uno o dos cuadros, mirarlos
como una serendipia, como si fuera un hallazgo inesperado,
como una cita a ciegas.
Él
se turbaba cuando le hablaba de la cita a ciegas. Sentía celos.
Quedará con otro. Pensaba. Sintió celos de Botticelli, de
Nastagio...y del Boccaccio que le había dicho
que debía leer.
Ella
seguía hablando y comentaba que tras la colección de pintura
española, la de pintura italiana era la más extensa del Prado. Que
había algunas lagunas en los períodos anteriores al siglo XVI por
la predilección por la pintura flamenca de reyes hispanos como Isabel la
Católica, que todo cambió a partir de la llegada de Tiziano en
época del primer Austria, Carlos de Gante, y que, aunque el
Trecento y el Quattrocento estaban poco representados,
había joyas de esa época como tres de las cuatro tablas de la
historia de Nastagio degli Onesti de Botticelli. Que, más tarde, quería
que leyese la novela octava de la quinta jornada del “Il
Decameron”, que quería saber su impresión, que...
Cuando
llegaron al Botticelli, ella le explicaba que originalmente había
pintado una cuarta tabla que pertenecía a una colección particular.
Que las tablas de esta pintura decoraban las paredes de una estancia
florentina. En el primer panel se apreciaba como un joven se despedía
de sus amigos, se internaba en una zona boscosa para reflexionar por
el desdén de su amada y remataba con la escena de mayor tamaño en
la que una joven desnuda imploraba ayuda mientras era perseguida por
los perros de su amante que iba a caballo. Nastagio no reaccionaba,
anonadado ante la escena. A él, embelesado tanto en ella como en la pintura, le contaba como eran tan bellos los
colores, pero él solo veía, únicamente, la belleza de ella.
La
segunda tabla o cuadro mostraba el terror de Nastagio al observar
como el amante destripaba el corazón del cuerpo rajado por la
espalda, con su caballo expectante, y los perros, a continuación,
devoraban el corazón eviscerado, finalizando, y en relación con el
primer pasaje, con la perpetua persecución de la mujer resucitada.
La
tercera tabla plasmaba un banquete interrumpido por el amante
perseguidor y la amada perseguida, momento que era aprovechado por el
enamorado Nastagio para explicar el sentido de la terrible escena.
Finalizaba la tabla con la escena del avenimiento de la amante de
Nastagio a sus pretensiones. En la tabla que faltaba y pertenecía a una
colección privada se representaba, según creía o sabía ella, una
escena nupcial.
Esta
obra de Botticelli había sido pintada para la estancia florentina de
Lucrecia Bini tras su enlace con un miembro de los Pucci de Firenze,
hacia 1483, actuando como mediador del enlace Lorenzo de Médicis, de
la familia de banqueros que en la práctica controlaban la política
de la república florentina en su máximo momento de esplendor. Las
tablas habían llegado al Museo del Prado dentro del legado Cambó en
194112.
Él
salió del museo con una idea dando vueltas en su cabeza. La escena
le resultaba familiar por varios motivos, ya que ella, hacía años,
cuando eran adolescentes, se la había relatado en el último curso
de bachillerato al estudiar historia del arte, pero, además,
enlazaba con otras historias y otros protagonistas, productos de sus
lecturas, charlas y vidas.
Más
tarde, cuando leyeron la novela, en medio de un humeante café negro, de “Il
Decameron” de Giovanni Boccaccio contada, relatada, por Filomena,
una de las jóvenes florentinas que se había retirado al campo huyendo de
la peste bubónica de 1348 que asolaba Europa proveniente de la
provincia china de Hubei, se dieron cuenta de que las noticias que
llegaban en este 2020 tenían una resonancia antigua en la reciente
denominada pandemia de coronavirus.
Para
él, los protagonistas, realmente, eran los condenados eternamente,
los que se veían obligados a repetir la escena. Guido de los
Anastagi y su amante. Guido como suicida y ella como mujer reacia a
su amante. Desde un punto de vista actual sería imposible concebir
un castigo a una mujer que decidiera por su cuenta. Obviamente el
final de la novela es moralizante y acorde con la costumbre en un
momento de zozobra singular como fue la epidemia de peste bubónica
de mediados del siglo XIV.
Ella
había tirado del hilo conductor que le proponía para considerar como los
protagonistas de Boccaccio eran obligados a repetir continuamente el
castigo cruel de su amor frustrado que recordaba los castigos
divinos de los dioses antiguos, de Prometeo y Sísifo, llevados al
amor cortés bajomedieval.
Por
una parte la amante de Guido era desgarrada en su espalda para
eviscerar su corazón que entregaban a los perros, aunque, a
continuación, volvía a resucitar provocando la macabra persecución
de nuevo, similar al águila que devoraba las entrañas de Prometeo,
titán inmortal, por lo que se regeneraba continuamente en un proceso
sin fin.
Por
otra parte, Guido se veía obligado a repetir la persecución de
forma continua como cuando Sísifo subía la roca a la cima de la
montaña con el pleno conocimiento de que una vez en la cima la roca
volvería a caer a la base de la montaña. Un absurdo castigo, una
cruel condena.
Recogía
también, la estela de la historia de Ifis y Anaxárate en
“Metamorfosis” de Ovidio3,
donde ante la fría respuesta de la mujer, Ifis se quita la vida, y
Anaxárate se convierte en piedra como un castigo divino por la
dureza de su respuesta al amado, que no es satisfecha en vida. La
conversión de Anaxárate recuerda a la mujer de Lot cuando abandona
Sodoma, y, también, a la vuelta al Hades de Eurídice. Los dos casos por mirar
donde no corresponde.
La
diferencia, comentaba ella y asentía él, estribaba en el origen de la
lucha. Tanto Prometeo como Sísifo se habían enfrentado a los dioses
o querían aminorar su poder. Su deseo era ser como Dios, algo que en
los tiempos contemporáneos reflejaron las novelas románticas como
Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley. La cruel historia
de Guido y su amada, pintada magistralmente por Botticelli, aceptaba
los castigos divinos con un afán moralizante en un período
posterior a la crisis provocada por la peste bubónica, como algo
contra lo que no se podía luchar porque los condenados ya habían
muerto para impedirlo. Eran mortales, humanos. Y recogía la
influencia de la obra de Dante en la ejemplaridad del castigo.
Ella
o él, los dos, con la diferencia de años o de siglos, llegaron a la
conclusión que habrían de luchar por cambiar su destino, ahora en
igualdad, admirando lo conseguido por todos los Guidos, Prometeo o
Anaxárete, que en soledad o pareja luchaban contra la enormidad
del futuro o contra los muros del presente.
Finalmente,
todo se transformaba, por nosotros o por los demás, o por todo lo que
nos rodeaba. Nada sería igual. Ya lo decía García Lorca en la Casida VIII:
“La
muchacha dorada
se
bañaba en el agua
y
el agua se doraba”
(Casida
de la muchacha dorada, Diván del Tamarit, Federico García Lorca).
Y
él se dio cuenta de que ella le quería. A su manera.
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1ONIEVA,
A. J. Nueva Guía Completa del Museo del Prado. Artes Gráficas
Grijelmo. Bilbao. 1979. Páginas 22-24.
3OVIDIO,
Metamorfosis. Libro XIV.
Versión de Antonio Ruiz de Elvira. Bruguera Clásico. Barcelona.
1984. Páginas 444-446.