"El aire se serena y viste de hermosura y luz no usada... Estas palabras las pronunció Fray Luis de León cuando escuchaba la música de Francisco Salinas, músico ciego del siglo XVI.
El aire de la llanura manchega es un mar infinito que sublima y eleva los pocos objetos que divisa. Es un piélago de partículas de calima que invisibiliza lo visible. Es la hermosura y la luz de un mudo paisaje. Es el infinito estático y extático.
Es el mudo paisaje del mínimo sonido de las hoces de los segadores que pactaban el precio de la siega en "La venganza" de Juan Antonio Bardem, entre tensiones ahogadas a punto de desbocar.
Es la vaquilla muerta y muda, que se disputaban republicanos y nacionales, cuando ya no había bromas y chanzas entre los enemigos porque la carne se la llevaba el segador más fuerte, la Parca. Berlanga, "La vaquilla", nos enseñó que nos dormíamos y dejábamos para luego lo que otros se comían.
En otro paisaje infinito transcurre "La caza" de Saura. Luis, Emilio Gutiérrez Caba, corría despavorido al final de la película como si materialmente hubiese matado a alguien, tras la violencia previa. El era un joven que nada, en 1966, le relacionaba con la guerra de las personas mayores, marcados y sufridos en ella. Pero se siente culpable de no remediarlo. Huye para ser invisible en el lejano horizonte.
Es el lento pasar del tiempo que apenas ocurre. En "Amanece que no es poco", de José Luis Cuerda, hacia 1989-90, película realmente absurda o absurdamente real, se habla tan lento como el paso del tiempo en el paisaje cálido, pesado y mágico, y como esa digestión del mazapán que no te quieres comer.
León Felipe contaba que Castilla olía a sepulcro, pero daba fuerzas, y tenía Cruz, pero enseñaba a llevarla.
Serrat cantó "Por la manchega llanura" de León Felipe. Le pedía a Don Quijote que le subiera a la grupa de Rocinante para ser pastor por la llanura manchega, con una amargura compartida. Con aire de derrota.
Ese aire libre de fronteras de la llanura manchega que no refresca casi nunca hasta finales de agosto, que agosta el tiempo y exalta el espacio. El paisaje manchego.
Ahora, cuando las azules nubes se vuelven rojizas y anaranjadas por los primeros destellos del sol al amanecer, se recuerda el final de "Una noche en el monte Pelado". Músorgski hizo una pieza musical que representaba de forma creíble y ensoñada la calma que viene tras el aquelarre nocturno y la llegada del amanecer tras una noche en el monte pelado. Esos cinco minutos finales recompensan la belleza, también, de la tremenda alteración ocurrida en los 9 primeros minutos. Pasma la creación musical de esa transición, sin trauma y continua.
Mientras se hace búsquedas infructuosas del aquel que no dio puntadas sin hilo por las tierras cercanas a donde se produce un vino tinto de la Alpujarra almeriense con el sonoro nombre de "Tetas de la sacristana", se cuenta como otro ruso, Sergei Diaghilev, impulsó a dar la estructura final a "El sombrero de tres picos" de Falla. Les había presentado Stravinsky, el de "El pájaro de fuego", ruso igualmente, y el coreógrafo fue León Massine, que, obviamente, era ruso. Era la época de la influencia de los Ballets rusos en Occidente. Para contrarrestar, el escenario y el vestuario eran de Pablo Picasso y la obra original era de Pedro Antonio de Alarcón, nacido en Guadix, que narra las peripecias amorosas de unos molineros y el corregidor. Ambientada en los comienzos del XIX, fue escrita hacia 1874. Con tono realista cuenta un suceso popular andaluz.
Lo llamativo fue que se estrenó con un gran éxito en el Teatro Alhambra de Londres el 22 julio de 1919. Se aunaba danza clásica con danza popular española, en un teatro inglés de nombre nazarí, con influencia rusa y libreto español. En el primer armazón musical de la obra, cuando sólo era trasunto del corregidor y la molinera, colaboró el escenógrafo y director teatral, Gregorio Martínez Sierra. Falla ya había colaborado con él en "El amor brujo", cuyo libreto era obra de la entonces mujer de Gregorio, María de la O Lejárraga, en el Teatro Eslava.