Detalle de "El beso", Gustav Klimt, Galería Belvedere, Viena |
La besaría eternamente, con gusto, con placer. La amaba. Tanto originariamente como en las sucesivas copias. Su destino era quererla y disfrutar de su mejilla. Abrazarla, recogerla con un calor humano y cercano.
Se dejaría abrazar envuelta en sus ropajes. Sus mejillas enrojecían con el beso eterno que le daba. Se sentía enorme con su cariño a pesar de verse empequeñecida entre sus brazos. Se agarraba en su cuello, le asía su mano junto a su pecho. Su amor era como el más dulce de los sueños. Del cual no quería despertar.
No sabían qué hacían en esa sobria habitación. Sí, eran una copia. Pero merecían estar en una pequeña galería de arte, en una librería, en un café literario o en la casa de unos pequeños burgueses, bohemios e intelectuales. No esperaban besarse eterna y deliciosamente en la consulta de enfermería de un centro de salud. Ella le dijo que la enfermera era agradable, que únicamente iba unas horas al día, pero que le molestaba ver como enseñaban las más dispares partes del cuerpo las personas que le visitaban. Ella estaba acostumbrada a enseñar su cuerpo a él, y él a ella. Los dos se sentían incómodos cuando, sin ninguna cortesía, llegaba una persona y se bajaba los pantalones o se levantaba su falda y enseñaba una parte de su culo y, aún más, se extrañaban de la rapidez que se daba la enfermera para, con una jeringa, pinchar. ¡Amor qué cosas vemos! También se asombraban del tamaño de algunos órganos y de los aparatos que colocaban en brazos y dedos y de las regañinas que daban cuando, además de pinchar la yema de un dedo, le decían a un señor llamado Ramón que no comiese pasteles. Su padre, Gustav Klimt, les condenó a besarse eternamente para su gusto y para el placer de los ojos expectantes ante la riqueza visual y simbólica de una obra, original o copia, que se colocaba en todas las retinas hasta llegar a nuestro cerebro para provocarnos con su estética. Nacieron para contar un placer sin fin a través de los tiempos.
-----
-Buenos días.
-Buenos días.
-Me ha dicho la doctora Benito que debe ponerme estas inyecciones de vitamina B-12.
-Dígame su nombre
-Prometeo Pérez Heras.
Teclea el ordenador y con una satisfecha sonrisa escondida tras una mascarilla dice aquí está, tiene razón, se las tiene que poner
-¿Dónde? Dice él.
-¿Trae las inyecciones? En el culo. Lado derecho, primer día, y las sucesivas alternamos, bueno alterna usted.
-De acuerdo. Hace mucho que no vengo a esta consulta. ¿Desde cuándo tiene una copia de Klimt?
-¿Quién es Klimt? -Le pregunta como diciendo yo no soy culpable- Ya estaba allí cuando llegó. Nunca se planteó de dónde vino, ni quién la puso.
Sobre la camilla, a la misma altura del botiquín hay una copia de El beso de Gustav Kilmt, un poco amarillento por el paso del tiempo, en una ubicación inicialmente extraña, en la sala de enfermería de un centro de salud de una localidad manchega que levita levemente del suelo cada mañana cuando amanece al percibir el milagro de la vida cuando sale el sol. La sala de enfermería se beneficia de ese sol por unos ventanales con vistas a tejados de casas con visos de abandono y cuando acaricia sus cristales, la vida entra allí. Una camilla, una báscula, un escritorio con ordenador, dos sillas frente al sillón de la enfermera son completados por un armario de curas y aparatos de ayuda sanitaria. La pareja que se besa en la copia de Klimt tiene iluminación propia.
El hombre que padece el pinchazo en su cuarto trasero derecho observa la copia. Ve una sensual pareja arrebolada en su éxtasis amoroso sobre un bello prado florido, ciertamente primaveral, en su máxima intimidad. El hombre que besa a su amada, probablemente el mismo Klimt, porta una túnica con cuadros rectangulares en blanco y negro sobre un luminoso fondo dorado con dibujos de espirales y luce en su cabello una corona floral verde. Ella, su amada Emilie Flöge, siguiendo el paralelismo con Gustav, lleva un esbelto vestido estampado de círculos que contienen otros menores que semejan motivos florales sobre un fondo dorado ornamentando de flores, cuadrados y motivos geométricos preciados y valiosos. Su pelo, cortado a la moda de principios de siglo, está cubierto de flores que se habrá puesto para que su amado no la olvide. Parece llevar un collar de flores de probable inspiración polinesia.
-Sí, creo que es de Klimt, dice mientras se abrocha el cinturón, saca su frasco de gel y le dice a la enfermera hasta mañana.
-----
Klimt visitó
Rávena a principios de siglo XX y se
maravilló de los mosaicos bizantinos de San Vital, de la utilización
de oro y plata como fondo, actualizando su uso. El beso de Klimt es de 1907-08.
"Teodora y su séquito" I. de San Vital, Rávena |
No hay comentarios:
Publicar un comentario