"La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos;... por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”. (Miguel de Cervantes).
El clarinetista
El clarinetista tocaba piezas continuamente como si hubiera desayunado una gramola de monedas introducidas por el hombre del futuro que había vuelto al pasado para volver a oír esas viejas canciones de su infancia y a quien el coste de las canciones le parecía muy económico porque ni la gramola ni el concierto de clarinete había sufrido la subida de la inflación futura.
El clarinetista tocó otra vez la canción que le gustaba a Ilsa, aunque no se llamaba como el pianista Sam, ni su voz tenía tanto sentimiento. Y porque, además, para cantar debía dejar de sonar el clarinete. Su público no lo permitía y comenzaba a silbar. Conoció a otro público que educadamente aguantó una perorata de un baterista que manejaba muy bien los dedos y los pedales con brillo porque el error no fue suyo, sino del organizador del acto que ni ofreció un programa de mano ni lo anunció a la entrada. Tampoco a Rick le gustaba la pieza que tocaba Sam, porque le traía malos recuerdos, y por eso no pudo aguantar que la reprodujera el clarinetista volviendo del pasado como había vuelto el hombre del futuro de vida venidera.
Rick se enfadó porque ni le dejaron fumar en espacios futuros, ni le dejaron beber en películas o anuncios. Su heterónimo Humprey no se molestó en saludar desde su retiro eterno. Él, que se había conservado en alcohol y perfumado de rubio Virginia, había mantenido su cuerpo incorruptible con un nimbo azulado que rodeaba su cabeza.
El clarinetista sufrió un dolor abdominal cuando comenzó a tocar Volver a empezar. Por su boca, sus oídos y los bajos de sus pantalones salieron monedas y restos de ellas, de distintos países y de distintas épocas. Se esparcieron y diseminaron por el escenario, por las cantinas, bares y clubes nocturnos, por las salas de bailes y verbenas de todos los lugares por donde había pasado en su sonora carrera.
El hombre del futuro había saturado la rocola de monedas que el clarinetista se había desayunado el día que comenzó a tocar piezas sin fin, aunque nunca se supo si fue ese su desayuno, y que, tal vez, sus síntomas nunca fueron definitivos, porque muchos pensaron que su abundancia de monedas fue un privilegio envenenado porque había osado a tocar como Orfeo o el mismísimo Apolo, que tuvieron miedo a que se iniciase en los misterios de la lira. Otros dijeron que fue Mercurio, que estaba envanecido desde que había adormecido a Argos Panopte y no consentía que nadie le igualase.
El clarinetista explotó como una piñata de feria. Las monedas expulsadas volaron por el espacio terrestre, camino de los bolsillos de todos los contribuyentes, repartidos por Creso, porque a él no le hacía falta el dinero, ni tenía sitio donde guardarlo.
El clarinete continuó emitiendo melodías eternamente porque heredó el espíritu de la gramola perpetua. Un espíritu que ya no necesitaba monedas, ni falta que le hacía, por los siglos de los siglos…
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