"La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos;... por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”. (Miguel de Cervantes).

La distancia y la prudencia para cruzar un puente

 

     -Recuerden que deben mantener la distancia de seguridad...

     La música llegaba a través de la ventana en una noche calurosa de verano. Había gente que no podía prescindir de la música y la comunicación física y visual pese a los contagios del coronavirus. Algo surrealista. Se había pedido lavado de manos, distancia de seguridad, grupos reducidos y la mascarilla, barbijo, embozo o tapabocas sanitario. Instrumento, la mascarilla, que se había convertido en coartada para acercarse más hasta provocar la caída del mismo por el hechizo del deseo, la atracción o la falta de inhibición. Comenzó a desperezarse, busco el pantalón corto, se calzó las zapatillas, aunque quedaba tiempo hasta que llegara la aurora.

      El pinchadiscos avisaba que no se guardaba la distancia. De siempre, en el bolero, la distancia había sido motivo de olvido, ahora era nuestra salvación.

      Después, cuando caminaba al amanecer, se dirigió al campo, a la llana amplitud de su paisaje cercano y tuvo que pedir permiso permiso para atravesar un puente. Ocupado por dos inmortales menores de edad, el puente dominaba el cauce y varios cientos de metros en derredor de la planicie de restos de cereal reseco. Él se acercaba, en medio del desolado terruño, en medio de la nada, y se ajustó su mascarilla como Gary Cooper el cinto de las pistolas en Solo ante al peligro (High Noon). Sí, eran jóvenes, poderosas, dominadoras, pero, al mismo tiempo, se taparon con sus embozos sanitarios. ¡Sólo se oía una chicharra en la distancia!



      -Hola, ¿Puedo atravesar el puente?

      -Sí, claro.

      Retiraron las mantas, se irguieron, apartaron las tarteras y dejaron paso con mirada vigilante al paseante que les respondió, cortés y cauto. La mirada fue corta y profunda, abatida por una caída de párpados similar a la espada de Herodes el día de los Inocentes.

      -Gracias, buenos días.

      Fue un instante, un segundo o un siglo. Pensaba en Dámaso Alonso y sus versos “Si vais por la carrera del arrabal, apartaos, no os inficione mi pestilencia”. Se sintió frágil y vulnerable. Los dioses se encarnaban en pieles tersas, nuevas, poderosas. Un halo de inmortalidad les protegía. Temía ser afectado por la peste que ellos dominaban, transmitían y podían diseminar. Se alejó mirando restos de botellas de bebidas tiradas y esparcidas por el cauce y la ribera seca por estiaje.

     Ese puente había sobrevivido cinco siglos pese a su provisionalidad. Había durado más que el puente sobre el Danubio de Trajano cuando conquistó la Dacia o más que el puente sobre el río Kwai, obra de orgullosa locura.

      Caminó, pensando sobre una superioridad física que le hacía sentir menos. Su paso era rápido, casi atlético, su cabeza dudaba, seguía con dudas sobre el dominio de la fuerza sobre la templanza. Templanza que suele dar la experiencia, no siempre, o sobre el carácter reflexivo que se puede adquirir con los años. Eso que abandonamos o que en muchas ocasiones no cuenta. Esa capacidad de decantar las situaciones. La posibilidad de no entrar al trapo. Pero, ¿qué hubiera pasado si no le permiten pasar un simple puente en medio de un secarral? Se cuestionó de nuevo la situación, algo que antes no hubiese medido, pesado o calculado.

      Cruzó el bulevar y buscó un paseo que le llevara de nuevo al cauce, y de allí hasta el siguiente puente de cinco ojos que soportaba el paso de trenes por alto y, por bajo, de paseantes y conductores. Tras pasar por el arco de medio punto de la derecha, una música electrónica llegó a sus oídos de forma ruidosa, repetitiva, con mala calidad de los aparatos, a través de un maletero de coche levantado, con cuatro espasmódicos danzantes que acababan el día empezando otro pero que, al mismo tiempo, querían agotar por temor a que no hubiese un mañana. Eran dioses, eran inmortales, pero temían el tiempo, sus circunstancias, sus efectos, y su finitud...

      Siguió caminando hacia el sol que se levantaba con una apariencia algo borrosa producto de la calima del agostamiento, dominando. Al principio era de un amarillo rojizo, tal vez sanguinolento, que rompía en color dominante de yema y oro conforme el día crecía.

      Los problemas de convivencia en el mundo del mundo se repetían, de forma distinta, pero con hilos conductores semejantes. Las nuevas generaciones querían seguir castrando a los mayores que detentaban el poder, aún a sabiendas que podían destruir a otros o a ellos mismos, para conseguirlo. Y los que detentaban el poder querían devorar a sus hijos para mantener su fuerza durante más tiempo hasta asumir que lo perderían o hasta demostrar que su experiencia podría ser de valor.

      ¿Y el tiempo?

      ¡Ay! ¿El tiempo?

      Corría para todos. ¿Y después? A buscar a Virgilio en el infierno. Aunque puede que ocurriera algo parecido a la frase tatuada en el muerto de la novela Tatuaje de Manuel Vázquez Montalbán:

      “He nacido para revolucionar el infierno”.

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