"La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos;... por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”. (Miguel de Cervantes).

El samaritano

     



    ¿Catorce días tomando la temperatura? ¿Qué te ha pasado?

     Mi cara de sorpresa aumentó conforme  me contaba que le había sucedido. Seguía con su aspecto habitual, su barba de cuatro días, su incipiente barriga, su prominente calvicie, su aire despreocupado pero pendiente de todo, su aguileña nariz, su sonrisa irónica y su tonto sentimentalismo. Mi amigo el samaritano. Lo envidiaba.

      Nada, que no tenía fiebre, ni unas décimas. Con el mal rato que había pasado hasta que confirmaron el PCR negativo. Esas cuarenta ocho horas, enormes, que parecían cuarenta y ocho años, que duraban cuarenta y ocho siglos, con interminables y largas horas de 60 minutos, compuestas de sesenta segundos, con sus centésimas. Agónicas.  Y pensabas en las carreras de 100 metros olímpicos como la fabulosa de Johnson y Lewis en septiembre de 1988 en Seúl. ¡La mejor carrera del mundo! Siempre contabas que viste ese instante en el Algarve, que fue tan rápida que asombró a todos, que se midieron las centésimas de segundo que bajaron de 10 segundos, que el récord duró tres días porque había consumido un medicamento prohibido el velocista canadiense, que supiste por qué era importante una centésima de segundo y  que aprendiste el placer del café expreso a la portuguesa. Menos rollo... ¡Has vuelto a ayudar a alguien!

      ¡Qué no te lo van a agradecer!

      ¿No será una de tus historietas? ¡Si te hubieras quitado de en medio...! Pero no puedes. 

     Que parecía un perrillo desconsolado en su dolor.

      Y tú te tocabas la frente, te mirabas al espejo, y que seguías igual de ridículo. ¡Un enfermo imaginario! ¡El Licenciado Vidriera!

      Y todo por ayudar a ... Que parecía que le pasaba algo, y te apiadaste, llamaste a emergencias, le ayudaste. Un samaritano. Un tonto samaritano. A veces, sí. En la era del individualismo, o de la solidaridad con asuntos lejanos, tú vas y te comprometes con alguien cercano o conocido tal vez. Sin mérito, ni rédito. Y me decías que no podías remediarlo.

      Que sabías que podía causarte un mal intentando producir un bien. Que eras la rana y el escorpión de la fábula. Al mismo tiempo.

      Que era tu condición, tu peligro y tu destino.

      Me decías que no tenía ni fuerzas para subir a la camilla, que lo único que le faltaba era gemir o llorar de manera lastimosa. Que cojeaba, que estaba con los codos rozados, con heridas. Débil. Frágil.

      El especialista te dijo que habías hecho lo correcto. Tú lo comprendías. Lo hubieras hecho por cualquier persona. Por cualquier humano. Incluso por cualquiera que no fuera humano.

      Pero tu espíritu samaritano sufrió un duro golpe cuando el sanitario de la ambulancia dijo que esa persona débil y frágil tenía fiebre, casi treinta y ocho. Samaritano, ¿Cómo los tenías, samaritano, de corbata o de lazo?

     Y tú, ¡lo que faltaba! ¡Ahora te ríes, cabrón! ¡Ya! Si me has dicho que estuviste sin sentarte en el trono tres días. Del encogimiento de intestinos. Y que no parabas de comer. La noche de autos, un bocata de jamón y luego una ensalada de alubias con sardinas. Y eso que eres muy melindre. Y nada, que no salías.

      Y la espera. Te consumía.

      Sí, la espera en urgencias. Al sol estuviste, al rico bochorno de agosto. A la espera del médico de urgencias, que, siendo un conocido tuyo desde hace años, parecía uno de los que puso- que te ponía- los clavos en la cruz del Gólgota de tu alma, encogida. Que te vio dudando, algo superado, sudando, con la mascarilla empapada. Que dijo lo de no te preocupes, con sus dos mascarillas, y tú, gracias doctor. Y le preguntabas por qué los test rápidos no eran fiables. Que por qué a veces daban falsos positivos o falsos negativos. Que lo dejaban ingresado, que ya tenían tu teléfono, que te conocían, que te aguantaras. Que no te quedaras rondando por las afueras de urgencias. Que en tu casa estabas más guapo. ¡Aire!

      Distancia social, manos limpias, mascarilla. Y te habías lavado las manos nada más llegar al muelle de Urgencias. Dos veces en la pila del desinfectante. Dos veces al pilón, dos veces sanado, dos veces bautizado o renacido. Lo decías con placer...¿Por qué repetimos lo que nos gusta? Me hacías esta pregunta entre divertido, malicioso y filosófico. ¡Sí hubiera salido positivo! No hubieras bromeado tanto.

      Al final, nada. Seguirías haciendo el tonto o, tal vez, esa era tu condición. Pensabas seguir adelante, ayudar a la gente, sin importar a quien. Puede que alguna única vez te lo agradecieran. Con unas pocas palabras. Con una sonrisa, con una charla.

      No era siempre necesario ser desalmados o cruentos.

Fuente: Fotogramas
Máxima Ansiedad (Fuente: Fotogramas)

 


 

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