"La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos;... por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”. (Miguel de Cervantes).

El entredós abandonado

    

¡Bloom! La puerta se cerró y el aire fue ocupando todas las paredes, todos los espacios, como nuevos residentes. Todos se habían marchado. En el piso quedaba algo de mobiliario de cocina y baño. Mobiliario que los mismos muebles motejaban de vulgar, sin la clase de los relojes de pared, las mesas de nobles maderas africanas, o las vajillas de plata y las copas de cristal más delicado. Todos los demás muebles desaparecieron, cambiaron de casa o recibieron un dignísimo despido. La vivienda, desnuda, tenía un sonido distinto, un reflejo acústico del nuevo espacio, el ruido de la vacuidad, del territorio ocupado en un lugar reducido.

     ¿Todo? No. Se habían olvidado del viejo entredós, auténtico notario de la historia familiar durante los últimos cien años. Con sus maderas oscurecidas para asemejarse al ébano más admirable, resistiendo el paso del tiempo y el peso de la tabla de mármol que soportaba desde tiempos de la guerra tan cruel, que, de vez en cuando, reaparecía por sus juntas, por sus cierres, por los bordes del mármol, incansable. Allí, en la última habitación, dormitorio o saloncillo, despersonalizado sin los demás muebles. Abandonado. Olvidado.

      El entredós tomó conciencia de la situación en su misma desolación, en su soledad, en su desesperanza, se decía, ¿Dónde están todos? ¿Me han dejado sin nadie que me acompañe? ¡Soy el entredós!. ¿No hay un respeto a mi edad? Soporto el peso en mi cabeza de la losa de mármol antes de morir, sin haber perecido. Eso debería ser un grado. Como la corona de laurel de los emperadores romanos, como el peso aquilatado de la sabiduría. Sí, ya sé que eso no se respeta. Que dirán que soy un armario más de madera, que tengo una altura, creo que suficiente, que siempre fui colocado en un lugar llamativo, como el lienzo de una pared y originalmente entre dos balcones o vanos, en las zonas más nobles de una residencia. ¡Respetadme! Si no es por lo que soy, hacedlo por lo que he vivido, por lo que he visto o por lo que he aguantado.

      Nadie contestó. Las luces se habían apagado, los grifos no goteaban, las persianas habían cerrado el paso de todas las luces como ojos cegados a realidad, imposibilitando todo ruido originado en la calle. Los vecinos se oían en la distancia, se percibía algún leve efluvio o leve olor a caldo de pollo de una cocina lejana que el entredós no entendía. Incluso añoraba a esos insectos que una vez intentaron ocuparle y que los dueños de la casa habían eliminado con la sabiduría necesaria.

      El entredós empezó a tener un terrible dolor de cabeza por el peso del mármol. No pesaba mucho, pero siempre estaba allí, oprimiendo con la fuerza de la gravedad, acrecentada por los años. Sus medidas marmóreas habían quedado grabadas y posadas en la sede de su razón, 104x43, como la marca del condenado o como la corona de espinas de alguien del que hablaban en las reuniones de la casa. Un tal Jesús. Apelaba a su dignidad que se reflejaba en su condición de armario pasado, presente y futuro de sus dueños. ¿Sería su peso, serían sus medidas? No era un mueble gordo. Tal vez para los cánones al uso era algo gordote y su estética no era innovadora. La última persona que vino estuvo midiendo su tamaño, abrió sus cajones, las puertas inferiores, comprobó su profundidad, la conservación de su frontal, su trasera y las vistas laterales. Su remate superior tenía forma de rectángulo con tres patas cortas o M. Sí, se había cuidado, porque había pasado el confinamiento sin excesos, sin abusos, pero acompañado de los demás muebles, de la loza, de los vasos, de los papeles y cartones, de un recuerdo de vida, de un hálito emocionado. Había mantenido la línea desde siempre. Sus medidas no habían cambiado. Su altura era 111 centímetros, su anchura 103, y su la profundidad de sus cajones y compartimentos, 41 centímetros. Estuvieron tomando nota de su decoración vegetal que ofrendaban acantos a las jóvenes visitas, de los adornos de sus cerraduras, de los motivos de sus puertas, de las columnas laterales que asemejaban a las extremidades humanas, impregnadas, por el roce de los cuerpos a través de los años, de aromas y sentimientos. Marmóleo y trasunto de ébano.

      Y ahora clamaba en el silencio, en la soledad, en su abandono, sin la compañía de nadie, por su historia, por su vida. Era el entredós, la cabeza de una línea de decoración de salones, la imagen de una casa y su estética, de una idea y pensamiento, leal servidor de sus propietarios, origen de una forma de vida y ocupación habitacional, agitada visión de un tiempo y un momento, imperecedero e inolvidable. Tal vez un recuerdo, tal vez un legado. Siempre una emoción.


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