#rizo #espejo # #reconocimiento #LewisCarroll
Me desperté de un leve sopor una noche
de insomnio, solo liberada por pequeños sueños agitados, prendidos
de telaraña y duermevela. Me toqué las ondas foscas de mi pelo,
negras y onduladas, presumidas, que cambiaban de sentido conforme
crecían. Unas guedejas que podrían competir con la melena de
Absalón, Sansón o Jason Momoa.
Había soñado con vender los largos
rizos foscos, ondulados y negros, presumidos, una vez cortados, al
Museo del Cabello de Avanos, en Capadocia (Turquía). Un corte de
pelo radical, que dejase mi cabeza calva, lisa, descubierta, victima
propiciatoria de catarros y estúpidos que la acariciasen.
Provocando.
Una vez cortados, rapados, recogidos en
una bolsa, pensé aprovechar el viaje y contactar con una clínica
turca que me injertara pelos en las zonas descubiertas. Utilizaría
el dinero que me dieran por mis cabellos preciados, negros y
ondulados, presumidos.
Sería un caso único de versatilidad
pilosa, capilar y peluquera, digna de entrar en el Museo de Historia
de la Peluquería de Barcelona, compitiendo con los útiles que, a
través de la historia, se han utilizado para peinar, cortar, rizar,
afeitar, alisar y hacer la raya. Con las primeras tijeras, con los
primeros espejos, con la primera mirada de los hombres prehistóricos
en las aguas tranquilas más cercanas, comprobando como era su
aspecto físico, viendo si se reconocían como persona, como animal
fieramente humano. Sensible, inocente.
Me miré en mi nuevo espejo comprado en
una subasta de anticuarios. Me aseguraron que perteneció a una
reina madrastra de una princesa que había salido al bosque con sus
siete amigos pequeños. El espejo me dijo: - Sí, eres tú, idiota.
¿Hablaba él o era yo? Y tú le decías: - ¿Y tú eres el espejo de
Blancanieves? ¿Y esos modales? Un espejo de una reina, por muy
madrastra que sea, tiene que guardar las formas. Voy a mirar detrás
del espejo y comprobar el certificado de garantía y el recibo de
compra de la subasta. Tú tienes pinta de espejo abandonado hace
tiempo, tras un pasado lujoso, aristocrático y palaciego, y, con el
tiempo, como con todas las cosas, has sido abandonado en el templo de
los objetos perdidos, con tu poder intacto, mágico o no, pero poder
de trasmitir como son los deseos infinitos de ver y mirar de los humanos, con
nuestra debilidad más poderosa y atrayente: ver cómo somos y que
nos vean. Ese miedo cerval a lo que piensen de nosotros se supera con
otro miedo más aparatoso y excesivo. Miedo que sufrimos al
reconocernos en el espejo y ver nuestro interior a través de nuestra
mirada, de nuestro cuerpo, de nuestra cara. Y ver lo que hay. ¡Ay!
Miré detrás del espejo y corroboré
que no era el de la madrastra de Blancanieves. Ponía Lewis Carroll,
diácono, fotógrafo y especialista en espejos. De fabricación
inglesa. De cuando lo inglés era apreciado y temido.
Dudé. ¿Lo devuelvo a la casa de
subastas? ¿Lo aseguro en la compañía de objetos raros,
inapreciables y desconocidos por el abandono propio, ajeno y
múltiple? Me lo quedé porque en el discurrir de mis pensamientos
fui cogiendo cariño al espejo y porque, además, descubrí que tenía
dedicatoria. Era para una niña a la que había invitado a tomar el
té y que había desaparecido durante la merienda, en un momento que
Lewis había abandonado el saloncito para buscar unas pastas que
ofrecía a sus visitas. Cuando regresó se encontró una nota que,
con la caligrafía de una niña que visita a un diácono y fotógrafo,
decía:
- He ido en busca del conejo con
estrés.
En ese instante Lewis tiró la taza de
té contra el espejo y observó como no se rompía ni la taza ni el
espejo. Lewis, a pesar del fuerte catarro que tenía, se dirigió
hacia el espejo y desapareció el catorce de enero de 1898,
atravesando el espejo, en busca del conejo y de Alicia, hacia la
inmortalidad.
En ese momento, desperté y fui
consciente de mi falta de rizos, y que mi cabello ondulado, negro,
fosco, presumido, era resultado del insomnio, insomnio que me había
producido un último sopor adicional, reparador y algo tontorrón, y
causante de la ilusión con los espejos, con mi antigua cabellera,
pérdida ya irreparable, y el sueño de los museos del cabello y la
historia de la peluquería en la que ya entraría por méritos
propios en la sección de la alopecia galopante.
Y al mirarme en el espejo me vi, me
reconocí, y hasta me sorprendí. Toqué el espejo, pero no lo
atravesé. Sonreí, porque todavía podía soñar.
Muy bueno!!! Saludos!
ResponderEliminar¡Muchas gracias!
ResponderEliminarExcelente
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